La base de este optimismo es la sed de conocimiento y propuesta que emerge de muchos ciudadanos, desde los que ya participan en organizaciones e instituciones de la sociedad civil hasta aquellos que buscan formas de organización para canalizar sus inquietudes y demandas. La parte negativa de esta efervescencia, sin embargo, es que políticamente este despertar, sin una base organizativa ni una direccionalidad clara, no ha tenido aún la fuerza necesaria para forzar los cambios estructurales que el descontento ciudadano demanda.
Una de las recetas que más he escuchado entre los analistas y las instituciones académicas es precisamente la que demanda el fortalecimiento institucional, en primer lugar, del Tribunal Supremo Electoral (TSE), así como de una serie de instituciones clave como el Ministerio Público, la Contraloría General de Cuentas e instancias similares. Asíes, en la presentación de su reciente estrategia Guatemala camina, que pretende ser una hoja de ruta para el cambio, plantea esta iniciativa como una forma de fomentar «la promoción del fortalecimiento del Estado democrático de derecho para lograr el desarrollo integral de todos los guatemaltecos». Muy loable y acertado.
Sin embargo, la mala noticia es que hasta la fecha no he encontrado una explicación coherente y profunda de lo que se entiende por fortalecimiento institucional. ¿Es cuestión de leyes, de valores y actitudes, de recursos, de conocimiento o de capacidades organizativas? Dependiendo de la respuesta, por supuesto, se propone la receta. El resultado: muchos años de proyectos e iniciativas de fortalecimiento institucional que no fortalecen absolutamente nada.
Paradójicamente, muchos actores que en el contexto de la reforma electoral clamaban por el fortalecimiento del TSE dirigen ahora sus críticas y protestas al máximo órgano electoral por su negativa a retrasar elecciones o a aplicar las posibles reformas para el actual proceso electoral: curiosa forma de fortalecer eso de criticar y deslegitimar el marco regulatorio que nos rige siguiendo la misma lógica con la que nos han gobernado: la de interpretar y retorcer la ley para que beneficie determinada circunstancia o situación particular. Y lo que es peor, a esta defensa del marco regulatorio se le llama purismo legalista en el mejor de los casos, o bien se acusa a quienes reflexionan de esta forma de ser traidores a la patria o de hacerles juego a los más rancios intereses de la oligarquía.
La coyuntura política es una ventana de oportunidad para promover cambios y empezar a cambiar nuestra realidad. Eso está clarísimo. Pero pensar que con una gran y única reforma se puede democratizar la sociedad y depurar el sistema de los oscuros intereses que nos han gobernado hasta la fecha es una noción no solo falsa, sino peligrosa, ya que instala el realismo mágico como premisa política y les abre la puerta a la desesperanza, el desaliento y la cooptación política.
Por eso afirmo que ya tenemos demasiados operadores políticos que hacen incidencia. Necesitamos más académicos que les den contenido y forma a las etiquetas que todos usamos, pero que difícilmente hemos aterrizado o comprendido.
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