Regina, una mujer acostumbrada a tratar con extraños por su trabajo de vendedora de seguros, era de naturaleza conversona y simpática. Su marido, un microbiólogo clínico, en cambio, se sentía más a gusto examinando heces humanas que conversando con alguien. Cuando se retiró de su trabajo, hizo en la sala de estar un rincón cerrado que convirtió en su oficina. Allí pasaba horas completas estudiando, pues nunca dejó su pasión por las células y los microorganismos, invisibles al ojo humano.
A los pocos años de estar jubilados, su último hijo se marchó a Francia a estudiar ingeniería mecánica. Los otros dos retoños ya no vivían en la casa. El mayor se había casado y trabajaba en un banco, y el otro estaba en España concluyendo su posgrado.
El nido vacío los tomó de sorpresa, sin que ellos se percataran de la complejidad de aquel momento. La peor parte se la llevó, como suele pasar, la madre. Ella, que trabajó desde los 18 años, que tenía a su cargo a diez empleados y que además cuidó a sus hijos día y noche. Tres jornadas laborales diarias: el trabajo, su casa y sus hijos. De repente y de la nada se quedó sin trabajo, sin hijos, con su casa y un marido que casi no le hablaba.
Para llenar sus horas de nada se obsesionó con las labores de la casa. Limpiaba tres veces los pisos. La última pasada era con alcohol diluido en agua. Lavaba la ropa a diario, primero a mano y luego, cuando ya estaba limpia, en la lavadora para que saliera pulcra. Los blancos nunca fueron más blancos, dice la publicidad, pero eso solo era cierto con la ropa que Regina lavaba. La cocina nunca había sido su fuerte, pero aun así pasaba las tardes cocinando.
[frasepzp1]
Aunque su marido no salía de la casa y ella tampoco, raramente se hablaban. Eran como dos zombis deambulando. Cuando se sentaban a comer, se cruzaban unas cuantas palabras. Con suerte el marido contaba algún chiste y los dos se reían a carcajadas. Después volvían a su silencio de claustro.
Nunca un pleito entre ellos, nunca un reclamo. Nada que encendiera aquella tremenda armonía. También los besos y los abrazos se fueron apagando, igual que las palabras. De recién casados no fueron un torbellino de lujuria, pero gozaban en la cama. Ahora, sin embargo, todo contacto íntimo se había apagado. A sus 60 años, ambos habían cerrado el parque de diversiones desde hacía ratos. Su relación era más de hermanos o de amigos cercanos.
Regina extrañaba un poco ese contacto. En el fondo ella era una mujer erótica. Por eso todas las tardes y noches se encerraba en su cuarto a ver sus telenovelas y series románticas. Su preferida de los últimos tiempos era una serie turca que ya había visto como tres veces. Adoraba la trama y la hipnotizaban los guapísimos personajes masculinos, hombres altos, morenos, de barba, que con sus turbantes dorados la hacían soñar cuentos de hadas.
Una noche, mientras dormía a pierna suelta con su marido al lado, soñó que un turco de estos la amaba con pasión desatada. En el sueño, mientras el turco se despojaba de sus ropas, ella tiraba sus vergüenzas y temores al piso. Cuando finalmente ella llegó extasiada a la cima, su boca emitió un gemido que la sacó de inmediato de su letargo. La humedad en la entrepierna, su respiración agitada y el lamento dulce que la había despertado eran testigos reales de lo que en sueños había pasado.
Con vergüenza volteó a ver si su marido la había escuchado. Pero aquel hombre soñaba plácido con células de la sangre. Desde aquella noche Regina no volvió a sufrir de soledades ni de ansiedades. Ahora saciaba su histeria femenina con su amante turco en el silencio de la madrugada.
Más de este autor