Las notas de prensa recordaban que Calderón ya había recibido, en 1997, por parte del mismo foro, el premio al Líder Mundial del Futuro.
Este reconocimiento generó alguna controversia en México, especialmente entre los sectores más críticos de la gestión de Calderón. Más allá de los indicadores económicos de México –que han sido objeto de un análisis minucioso a partir del último informe de la Auditoría Superior de la Federación–, Calderón será recordado por la guerra contra las drogas, y los 50,000 muertos con que se saldará este año su período de gobierno.
El semanario Proceso, en su edición del pasado 19 de febrero, documenta varios casos de abusos sistemáticos cometidos por actores estatales como el ejército y las policías federales y municipales contra la población civil, que en teoría se busca proteger a través de esta guerra. En el caso del ejército mexicano, se han dado desapariciones forzadas y muertes violentas contra civiles, las cuales han sido juzgadas a través del fuero militar, creando el habitual círculo de impunidad y apelaciones a las instancias regionales de derechos humanos.
Una reciente nota del Washington Post señala que los precandidatos presidenciales en México evitan posicionarse sobre la violencia relacionada con las drogas, y lanzan cortinas de humo cuando se les pregunta al respecto de sus estrategias. Este es el caso de Enrique Peña Nieto, el representante del PRI y favorito en las encuestas.
Nada hace suponer que la guerra contra las drogas vaya a detenerse, y el sucesor del presidente Calderón se verá compelido a continuarla. ¿Qué significa esto para Guatemala?, el anuncio del Presidente Pérez Molina, y su posterior ofensiva diplomática, por discutir la despenalización del consumo de drogas debe ser puesto en un contexto regional. Desde 2003 se discutían ya los efectos de la aplicación conjunta de los planes Mérida y Colombia, y cómo esto afectaría al istmo centroamericano al empujar a los cárteles hacia esta región del mundo. El posterior surgimiento de los Zetas, y su rápida expansión en el triángulo norte centroamericano, solo confirmaron estas apreciaciones.
La despenalización, en principio, suena como una idea atractiva a fin de establecer la corresponsabilidad de las naciones desarrolladas, que deberían hacer más para prevenir el consumo de drogas entre sus propios ciudadanos, y detener las actividades de sus propios cárteles y redes criminales. Sin embargo, tampoco se puede afirmar que legalizar el consumo será una panacea. Los partidarios de la despenalización buscan los ejemplos de naciones europeas, en las cuales los índices de violencia disminuyeron con la legalización del consumo, sin considerar las obvias diferencias de la penetración de las estructuras criminales en nuestras sociedades.
El informe 2010 de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito señala el creciente número de incautaciones de embarques de cocaína y la erradicación de grandes extensiones de cultivos de coca, y que las drogas sintéticas empiezan a remplazar el consumo de la cocaína y la mariguana en los mercados de consumidores de países desarrollados.
Si estos hechos se convierten en una tendencia creciente, el tráfico de cocaína y otras substancias dejarán de tener el valor comercial que ahora representan, simplemente porque serán remplazadas por sustancias diseñadas y producidas, metafóricamente, en un garaje. En otros términos: el futuro del negocio parece apuntar hacia la eliminación de la cadena de proveedores.
En este escenario, si bien los proveedores desaparecerían del esquema del negocio, no se esfumaran de la vida de nuestros países. Para entonces contarán, como lo hacen ya, con importantes extensiones agrícolas, dinero, empresas y propiedades inmuebles, que les permitirían disputar el poder político a las élites. ¿Es ese el futuro que queremos?, ¿es ese el futuro que las élites quieren?
La pregunta queda abierta. Despenalizar, legalizar o incluirse en una costosa guerra frontal, parecen ser opciones de un círculo vicioso sin salida, a menos que se detenga el consumo.
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