Teníamos un excelente profesor, cubano de nacionalidad y ahora ya fallecido. Recuerdo que vivía en Antigua y fumaba cigarrillos sin filtro. Para variar, lo balearon acá en la capital. Quedó inválido y retornó a su país, donde murió. Me lo contaron años después. Algo de lo que enseñó creo que lo aprendí bien: en una historia, lo más difícil no es el argumento, sino crear los personajes de manera que el lector pueda creer en ellos. Para conseguir esto último se debe tener una formación en psicología, antropología, sociología y todo lo que se nos ocurra. O podemos tomar un camino menos difícil y más certero: el personaje lo hemos conocido, en realidad existe.
La reciente novela de Dante Liano, El abogado y la señora, deja la sensación de que este excelente escritor conoció a sus personajes. Por un lado, al abogado, del cual hace una disección magistral y a quien delinea como el pueblerino huérfano temprano que sufre los abusos del padrastro y aprende a defenderse junto con su hermana. También describe su alcoholismo y el de sus hermanos varones, que nace en una cantina que es el negocio que la madre viuda instala para mantener a la prole, y su migración a la capital, donde, ya instalado, se inicia como empleado municipal y muy joven se casa la primera de varias veces. Luego de una casual pero exitosa campaña política accede a ser jefe de Compras de la Municipalidad y forma un primer capital corrupto, que dilapida. Compra el título de abogado y sigue con su oficina de trámites mejorados por innecesarios. Se trata de un personaje corrompido y cínico, pero dueño de una sabiduría popular que deja plasmada en varias reflexiones durante el texto.
Por otro lado, la señora: una exmiembro de la guerrilla («la organización»), joven enamorada, recién casada, cuyo esposo, también miembro de la organización, es secuestrado y asesinado por el Ejército. Luego, la señora es exiliada y rehace su vida con una nueva pareja. Ambos son de nuevo exiliados activos para servir en un área no combatiente. La señora es razonablemente consciente del fracaso militar en la guerra, pero más aún de la debacle causada por las divisiones internas y por el acomodamiento traicionero de los dirigentes.
Otro personaje es la jueza, otra exmilitante resentida y encumbrada en el sistema de manera que juega a actuar como ser supremo torciendo leyes y acomodando fallos. La jueza es traicionada por su necesidad de dinero, pero aún más por las colas guardadas en el armario, los fantasmas del pasado escondidos para poder escalar.
Y hasta acá el escritor sigue la técnica de construcción de sus personajes sobre una trama ahora conocida de sobra en libros de historia, pero lo brillante, lo que nos regala en esta novela, es cómo nos retrata como nación, sociedad y sistema, con la delicadeza y picardía de cambiar nombres de pueblos y ciudades. Crea nuestra propia Ciudad Gótica para no dar lugar a ofensas en las epidermis sensibles de quienes no quieren verse reconocidos en los personajes ni relacionados con la trama de trampas, traiciones, corrupción, desprecio por la persona humana y lo demás que ya conocemos.
Después de leerla, uno puede entender por qué la señora decide contratar al más corrupto de los abogados disponibles. Y es que de otra manera no habría podido moverse en un sistema corrupto, que se alimenta de una historia corrupta y donde se cumple aquello de que «cada quien se precia de lo que no posee». Entre otras cosas, valores.
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