El cielo azul completamente descubierto, sol destellante, una sabrosa temperatura de 15 grados centígrados. Me recordaba tanto a mi ciudad natal en noviembre. A eso de las ocho de la mañana, estaba por partir en bus hacia la universidad cuando alcancé a escuchar rápidamente en la radio pública que una avioneta se había estrellado en uno de los rascacielos de Nueva York. Qué brutos, pensé; ojalá no sea una repetición de ese avión espía estadounidense que se había accidentado en China durante la primavera. Conforme pasaba el tiempo y subían pasajeros al autobús, notaba que la tensión y el nerviosismo crecían. La gente se comunicaba por celular inquiriendo sobre el accidente quizás, pero yo lo único que pensaba era en terminar una tarea de estadística antes del mediodía, y no paraba de contemplar por la ventana ese cielo intensamente azul característico de septiembre.
Cuando llegué a la universidad, por los corredores vecinos a la cafetería los monitores de televisión mostraban tomas del presidente George W. Bush hablando en cadena nacional. A penas un par de días antes, tanto él como el presidente mexicano Vicente Fox estaban por firmar un acuerdo migratorio entre México y los Estados Unidos. Imaginé que de eso se trataba, que ya estaban ultimando algo concreto, y —pensé— que por fin algo bueno saldría de su administración. Pero cuando le escuché decir que el país estaba siendo atacado, sentí frío en la espalda. Igual, yo no tenía tiempo para averiguar, seguía pensando en ese bendito deber inacabado que me había tenido despierta toda la noche.
Entré al salón de estudiantes a verificar si tenía correo y vi a una compañera en un mar de llantos; lloraba desconsoladamente, pero en su angustia y la mía de entender mi tarea de estadística inferencial, no pude preguntarle qué sucedía. Eran las nueve cuando ingresé al laboratorio de computación para terminar el bendito trabajo. Había un silencio de ultratumba como siempre era el caso, pero el silencio era más bien inusual. Finalmente, un compañero surcoreano me susurra en inglés: “Rosa, ¿te enteraste que las torres gemelas de Nueva York colapsaron?”. Cómo así, le respondí. “They collapsed? Meaning, ¿colapsaron como yo lo entiendo en español, de caerse, derribadas?”, Sí, me dice, entra en CNN en Internet y verás.
Pero para esa hora CNN y las otras cadenas estaban saturadas, sus sistemas caídos. El primer efecto mediático de los actos terroristas había sido alcanzado: el mundo entero estaba paralizado ante algo muy grave. A todo esto mi mamá estaba más enterada que yo y me había escrito un correo preguntando qué sucedía y si yo me encontraba bien, pues el país estaba siendo atacado. Y yo me imaginaba que la tercera guerra se había desatado y me preguntaba, entonces, si no deberíamos entonces postergar la clase de estadística. Pero nadie se movía, todos seguían trabajando en sus proyectos. No logré ver ninguna imagen, el tiempo se me agotaba para terminar con el deber.
A las once me senté en el aula y entregué el famoso deber al auxiliar. En la clase todos comentaban lo que ya era un hecho, y lo único que se me ocurrió decir a una compañera estadounidense fue: “Siento mucho lo que ha pasado. Te ofrezco mis condolencias”, a lo que ella contestó: “Bueno, total, ¡los Estados Unidos se la pasan bombardeando otros países todo el tiempo!”. Efectivamente, recordé reportajes que señalaban ataques militares y operaciones cubiertas estadounidenses en Irak a finales de los noventa, luego de su fracasado intento por anexar Kuwait. También pensé en las intervenciones apoyadas por los Estados Unidos en mi país, en Chile, en Irán, Granada, Panamá, Nicaragua.
En el auditórium de la escuela, finalmente fui testigo, como millones alrededor del mundo, de esas fatídicas imágenes de las torres del World Trade Center desintegrándose. Ante mis ojos, en una pantalla cinematográfica gigantesca, se pulverizaban, casi como en cámara lenta, los dos símbolos del poderío financiero y económico de Estados Unidos. Horrendo, aterrador, fascinante, impactante. Pero esta vez no era ninguna película de Hollywood con efectos especiales. Ni Terminator ni Rambo por ningún lado. Y yo solo pensaba en los trabajadores, en sus familias, en tanta gente inocente bajo los escombros.
Se abrieron algunos espacios de discusión sobre el significado de estos ataques, el papel de los Estados Unidos en la arena internacional, la creación del terrorismo como nuevo enemigo a vencer después de la desaparición de la amenaza comunista, la búsqueda de identidad de este país, la recesión económica que se avizoraba, lo lucrativo que iba a resultar para algunas industrias la inminente respuesta militar en Afganistán. Pero la mayoría se portaba muy reacia a opinar y no importaba mucho la opinión de los extranjeros en esos momentos. Cualquier argumento que no fuera de condena, era interpretado como antipatriótico, o tal y como apuntó el presidente Bush semanas más tarde, si no estabas con los Estados Unidos, estabas contra ellos. El efecto secundario de los ataques se había logrado: perder todo sentido de perspectiva crítica; a raíz de ello, la invasión injustificada e ilegal de Irak, los miles de civiles inocentes muertos producto de la guerra que ha durado ya ocho años, y los casos de tortura en la cárcel de Abu Ghraib.
En esta década, se han evidenciado algunos cambios en materia de doctrina y seguridad internacional, así como la decisión del regreso paulatino desde Irak y Afganistán de militares estadounidenses. Desapareció el enemigo número uno, Osama Bin Laden, y la imagen de los Estados Unidos a nivel internacional ha cambiado positivamente de alguna forma, mientras que el país acepta paulatinamente su pérdida de hegemonía internacional. Sin embargo, se fraguaron los intentos por una reforma migratoria integral, dando paso a sentimientos anti-inmigrantes y el refuerzo de leyes migratorias más severas. Al igual, se multiplicaron los ataques contra los musulmanes estadounidenses, lo cual no se suavizó después de que Barak Obama fuera electo presidente. Los tiempos de incertidumbre reinan, y no necesariamente ligados con el terrorismo, sino con nuevos enemigos internos: la inequidad y el desempleo implacables.
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