No fue sorpresa que saliera a luz el dopaje en una práctica deportiva; lo sorprendente fue la declaración de Armstrong tras años de haber negado el uso de drogas. ¿Por qué lo hizo? No es eso lo que llama a la reflexión crítica sino el significado social del asunto.
La Unión Ciclista Internacional actuó en forma “políticamente correcta” quitándole los premios obtenidos. El mensaje es una defensa de la ética de este deporte, puesta en entredicho en estos últimos años con numerosos casos similares.
También el Comité Olímpico Internacional fustigó su confesión: “No puede haber espacio para el doping en el deporte y el COI condena las acciones de Armstrong y de todo aquel que busca una ventaja injusta con el uso de drogas”.
El dopaje en el deporte profesional viene acrecentándose en las últimas décadas. Ben Johnson, Katrin Krabbe, Diego Maradona, el escándalo del Tour de Francia en 1998, Dieter Baumann, los tenistas Mariano Puerta, Juan Ignacio Chela y Guillermo Cañas, el equipo austríaco de esquí, los ciclistas Jan Ullrich, Ivan Basso, la corredora Marion Jones, Claudia Pechstein, Alberto Contador, sólo por mencionar algunos de los más connotados casos. ¿Qué significa esto?
Si la práctica del deporte profesional, que se supone debería ser la promoción de una vida sana libre de sustancias psicoactivas, puede verse continuamente tocada por estas transgresiones, en muchos casos con connotaciones policiales, ello nos habla de un “espíritu de la época” cada vez más centrado en el disparate. No puede entendérselo de otra manera: ¡disparate!
¿Por qué el deporte ha ido dejando atrás de un modo total, sin retorno, el carácter amateur para devenir una mercadería más? Las reglas del mercado fijan todas las actividades humanas. El deporte no podría escapar a esa lógica. A partir de ello surge la segunda cuestión: el capitalismo, en tanto sistema que sólo se alimenta del lucro, no sabe de ética, de valores, de solidaridad. Sólo se trata de ganar. Un deportista profesional, expresión a ultranza de esa lógica, símbolo rutilante del “éxito” al igual que cualquier estrella de la farándula, enceguecido por los reflectores ¿por qué habría de tener aseguradas las barreras éticas en la búsqueda de ese éxito que el sistema reclama a cada instante? No todos los deportistas profesionales se doparán para aspirar al triunfo, pero evidentemente muchos sí. De hecho, muchas grandes figuras del deporte profesional pusieron el grito en el cielo al conocerse las declaraciones del ciclista estadounidense. Pero no se trata de una cuestión de “buena” o “mala” voluntad de tal deportista en cuestión.
Si el sistema pide “triunfo”, “éxito”, “victoria” a toda costa (esos son los valores primeros de nuestro mundo, en cuyo nombre se hacen guerras, se mata, se hace espionaje industrial o se invaden países), algunos (Armstrong, Maradona, etc., la lista es larga e incluye también a muchos anónimos que no hacen declaraciones ante cámaras de televisión) se lo toman demasiado en serio, y pueden vender el alma al diablo por conseguirlo.
El sistema basado en el “triunfo”, en el lucro como ideal supremo, lleva implícita la transgresión. Las normas sociales ordenan la vida, impiden la transgresión como práctica normal, pero el “éxito” –bien superior por excelencia de ese sistema– no se detiene ante nada. Sin dudas el COI no premia el dopaje y castiga ejemplarmente a quien incurre en él. Pero el sistema general de valores en el que se desenvuelve indirectamente lo termina promoviendo.
Justicia, solidaridad, amor y paz son el barniz políticamente correcto del sistema, pero la explotación inmisericorde y la guerra son su motor real. Un deportista profesional que se dopa –el transgresor texano para el caso, que es sólo un ejemplo– no sólo repite ese modelo tan “normal” que mueve al mundo contemporáneo. Y eso, sin dudas, es un disparate.
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