Se me ocurrió lo que ya era usual en muchos países: vender anuncios colgados en el interior de los buses.
Con un equipo absurdo –tres médicos por graduar, un músico y un administrador de empresas– juntamos los centavos, y tras meses de abogados, trámites y papeles, instalamos una sociedad anónima, desarrollamos el producto y elaboramos la publicidad. El único problema era que ninguno de los socios –vaya sorpresa– queríamos vivir de vender anuncios para buses. Un familiar que sí era vendedor, cerró el único trato que tuvimos. Con eso pagamos los gastos y tras un año de “operaciones” nos dedicamos todos a otra cosa. La sociedad anónima quedó “refrigerada”. Cerrarla hubiera sido más caro y más difícil que abrirla.
Años más tarde el cascarón jurídico y las lecciones de empresarialidad resultaron útiles. Ya más maduros, dotados de postgrados e ideas más claras, con un par de colegas abrimos una empresa de consultoría, y usamos la sociedad anónima para darle forma jurídica. Montamos el negocio en el traspatio y salimos a vender. Nada mejor que nuestras familias jóvenes para inducirnos a buscar los ingresos que sostuvieran la empresa. Fue una aventura maravillosa, una década de hacer un trabajo apasionante, con gente extraordinaria. Familia, empleo, entretenimiento, todo en uno, ¡y nos pagaban por ello! Eventualmente la cosa terminó, y cada uno tomó su camino. Pero igual no nos animamos a cerrar la sociedad anónima, por lo difícil.
Ahora he vuelto a lo mismo. Pero esta tercera vez el negocio radica en los EEUU. La experiencia me ha marcado en carne propia lo que significa un Estado que fomenta la empresarialidad, pero que lo hace desde una posición de fortaleza. Dos lecciones destaco.
La primera es sobre la facilidad para “montar la tienda”. Abrir el negocio fue presentar dos formularios en la municipalidad, pagar una licencia, y va pa’lante. Sencillo, ¿no? La contabilidad la puedo llevar con una suscripción a un servicio en internet, y el Gobierno Federal y del estado me ofrecen todo tipo de beneficios, e incluso contratos competitivos con preferencia para empresas pequeñas -una condición que certifico yo, no un abogado, simplemente llenando un formulario en línea. Los contratos son trámites privados, en que no median abogados con sus protocolos, su papel sellado y sus timbres. Si necesitara dinero, hay bancos, programas de gobierno e inversionistas que compiten abiertamente por financiarme si les presento una propuesta creíble. Que esto funcione o truene será resultado del negocio y mi esfuerzo, no de los trámites. Si no funciona, igual de fácil será cerrarlo.
La segunda lección es aún más importante para los fines amplios que me motivan a escribir en Plaza Pública. El Estado, más que perder el tiempo en complicarme el montaje y operación de la empresa, reconoce que soy su socio financiador, y concentra sus esfuerzos en los controles y garantías que le aseguren su tajada de mis ingresos –los inescapables impuestos– y la información para entender bien lo que ocurre en la economía.
Mientras que en los EEUU, abrir el negocio fue cosa de un abrir y cerrar de ojos, operarlo quiere paciencia. En Guatemala manejar la empresa era como tener una caja negra. Ni el Ministerio de Trabajo ni el de Economía, ¡ni siquiera el de Finanzas! habrían tenido idea exacta de lo que pasaba dentro, si no fuera porque el contador era un tipo decente. Hacer trampa con dobles contabilidades y güisachadas hubiera sido fácil. Alegar libertad de empresa, la norma. No había reportes periódicos, certificaciones, nada. La municipalidad ni se daba por enterada de nuestra existencia en su territorio. Nunca supimos del CACIF, la Asociación de Gerentes ni la Cámara de Comercio. Mientras tanto, en esta empresa gringa veo cómo todas las operaciones quedan minuciosamente registradas y certificadas por mi nombre, disponibles a la autoridad respectiva y publicadas cuando corresponde.
No es que no se pueda hacer trampa, pero es más difícil que no quede rastro. En mi tierra la lógica es hacer que la cosa cueste, por aquello de que yo sea tramposo. Y si soy tramposo, que nadie se entere. En el Norte la consigna es facilitar el negocio, confiar en el sujeto, y si se le pesca haciendo trampa, castigarlo severamente. Si el gobierno de Guatemala en serio quiere facilitar la empresarialidad, tocará poner los caballos frente a la carreta: el poder debe estar en la creación de oportunidades, en los controles y en la información, no en los trámites.
Más de este autor