Hay toda una industria que alimenta ese tipo de narrativas: programas televisivos, radiales, publicaciones escritas, fotografías y foros, entre otros. Sin embargo, en los círculos serios de la justicia, del Estado y de las ciencias es poco común —al menos en el caso de Guatemala— escuchar que se hable abiertamente de ello o que se lo tome en serio. Pero eso no siempre ha sido así.
En los últimos días he estado recordando dos ejemplos particulares que aparecen en igual número d...
Hay toda una industria que alimenta ese tipo de narrativas: programas televisivos, radiales, publicaciones escritas, fotografías y foros, entre otros. Sin embargo, en los círculos serios de la justicia, del Estado y de las ciencias es poco común —al menos en el caso de Guatemala— escuchar que se hable abiertamente de ello o que se lo tome en serio. Pero eso no siempre ha sido así.
En los últimos días he estado recordando dos ejemplos particulares que aparecen en igual número de fuentes coloniales de lo que hoy es Guatemala. Los hechos sucedieron entre los siglos XVII y XVIII en pueblos indígenas poqomam y k’iche’. Antes de seguir, es necesario aclarar algunos puntos: en aquella época —e incluso ahora, aunque de forma disimulada y poco usual— este tipo de relatos sobre hechicería y fantasmas eran tomados en serio tanto por las poblaciones indígenas como por las españolas, y es gracias a esa cosmovisión que dichos relatos han llegado hasta nosotros. Lo segundo tiene que ver con el «chamanismo oscuro», un concepto trabajado por Neil Whitehead en su trabajo sobre grupos indígenas amazónicos del sur de Guyana (2002) que utilizan su especialización ritual para dañar a otras personas e imponer su poder, pero también —eventualmente— para defender a sus comunidades. Un argumento similar a esto último aparece en una publicación de Médicos Descalzos (2012) sobre los ajq’ijab’ o especialistas rituales k’iche’, en especial sobre el vilipendiado cargo del ajitz, que, contrario a la creencia popular, no es el brujo, sino posiblemente un antiguo cargo militar que ejercía la defensa comunitaria. Estos son otros temas muy amplios que espero discutir acá en el futuro.
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Por el momento, regresemos a nuestros casos: el primero es una serie de relatos sobrenaturales recopilados —y vividos algunos— por el misionero Thomas Gage (2010 [1648]) durante su trabajo misionero en poblaciones poqomam (entre Mixco, Petapa y las Pinulas) durante el siglo XVII. El segundo es un caso de chamanismo oscuro y rivalidades comunitarias en el poblado k’iche’ de Totonicapán en el siglo XVIII recopilado y discutido por Robert M. Hill (1988), cuyo expediente original se encuentra en el Archivo General de Centro América. Gage reporta varios sucesos —incluido el ataque de una bruja local— a raíz de su celo misionero en busca de extirpar «idolatrías». A la vez, le comentan otros sucesos relacionados con «trabajos» para hacer daño y otras apariciones. Gage jamás duda de ello.
Hill muestra cómo las autoridades españolas se centran en obtener la mayor cantidad de evidencia para explicar sucesos extraños en Totonicapán, donde dos k’iche’ resuelven sus rivalidades a través de las prácticas rituales «oscuras», que incluyen ceremonias a medianoche en cementerios, el envenenamiento con chocolate, las curaciones «sobrenaturales» sacando paja y sapos del estómago del enfermo y finalmente la muerte de uno de ellos y el escarnio para los sobrevivientes y los ajq’ijab’ que participaron. Los casos de Gage y Hill están toscamente resumidos acá, pero el énfasis que deseo hacer es en cómo este tipo de sucesos, que ahora son tomados a la ligera, ridiculizados o de plano ignorados por las autoridades serias de todo tipo en nuestra sociedad, en realidad siguen no solo teniendo vigencia, sino además condicionando la forma de vida de muchas personas, del mismo modo en que lo hacen las prácticas rituales de las religiones oficiales.
Mi invitación es a retomar estos relatos y, antes de ridiculizarlos, a tomarlos en serio. No necesariamente porque se crea en lo que se narra —eso queda al criterio de cada persona—, sino porque, se crean o no, sí condicionan comportamientos sociales de manera masiva. Negarlos, en todo caso, es negar una parte importante de la realidad social. Mientras oficialmente se los ignora o se los denomina folclor de forma peyorativa, muchos seguiremos escuchando (¿o viviendo?) estas experiencias y condicionando parte de nuestras vidas a ello.
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