La crisis económica del 2008 está en su quinto aniversario, sin que sus efectos hayan sido totalmente superados, especialmente en torno al trabajo decente. De acuerdo a la OIT, más de 200 millones de personas están en el desempleo a nivel mundial, y los indicadores de la situación de los jóvenes continúan en niveles dramáticos, mientras las filas de los ninis, siguen creciendo.
En este contexto, hace unos días se dio a conocer el informe World Ultra Wealth Report 2012-2013, que trata sobre los ultra-ricos en el mundo, entendiendo como éstos, al exclusivo club de quienes tienen patrimonios mayores a 30 millones de dólares. Este grupo se ha incrementado en un 5% en 2012, con relación al 2011. América Latina es una de las regiones en las que más crece este grupo de ricos y famosos, con un ranking encabezado por Brasil, seguido de México, Argentina, Perú y Chile. En el caso de Guatemala –nación líder en la zona centroamericana−, 235 individuos acumulan fortunas por 28,000 millones de dólares.
En principio, la tentación de comparar estos índices, con las cifras del Banco Mundial sobre Guatemala, como un país de ingresos mediano-bajos, no se puede resistir: El PIB del país, para 2012, alcanza al $50,81 mil millones. La incidencia de la pobreza es 53.7%. El coeficiente de Gini de los ingresos familiares de 0.562. De acuerdo a las estadísticas nacionales, la mayor parte de la Población Ocupada de Guatemala trabaja en la agricultura (32%), con un salario promedio de Q.746, el menor ingreso promedio nacional, mientras la agricultura, especialmente a través de un modelo de monocultivos para la exportación, es la mayor fuente de ingresos del país.
Estas cifras de acumulación y concentración de la riqueza deben empezar a generar una preocupación diferente a la de los indicadores económicos. En un contexto de debilidad institucional, la captura del Estado por parte de las élites, que utilizan la institucionalidad para la defensa de sus intereses constituye una figura de facto, que altera las reglas del juego democrático, especialmente a través de la opacidad de las reglas de mercado. En muchos casos, la clásica diferenciación entre élites económicas y políticas se pierde en una frontera borrosa, que entremezcla ambos conceptos.
¿Cómo evitar que el Estado no responda exclusivamente a la defensa de las élites y sus intereses?, ¿cómo se realiza el bien común en este marco?, éstas y otras preguntas se vienen haciendo desde hace décadas sin una respuesta coherente. Y ahora se siguen realizando, en un marco de aceleración de la desigualdad.
Total: nada nuevo, ni nada que no haya ocupado columnas de opinión con anterioridad. La inequidad se maximiza. Las brechas entre pobres y ricos se hacen más profundas, mientras la pobreza y la extrema pobreza crecen. Adicionalmente, no se puede culpar –a priori− a los ricos de ser más ricos. Las estructuras y las oportunidades creadas a través de la crisis del 2008, e inclusive con tanta anterioridad como el pasado colonial, son una buena explicación de esto. Pero llevar las cosas tan atrás en el tiempo puede llevarnos a utilizar también un concepto anticuado, el de oligarquía, que viene a ser lo que ahora llamamos, ultra-rico.
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