Distancias

Entre tu estatura y la mía había por lo menos 40 centímetros de diferencia. Testigo de lo determinante que fueron esos primeros días desde que tú y yo nacimos. Tus días y los míos fueron evidentemente muy distintos. Los míos, llenos de ilusión y de tiempo de mis padres para gozarme. Puedo imaginar los tuyos: planos, mudos, grises, agobiados por quién sabe cuánta necesidad.

Intentamos comunicarnos tú y yo, pero solo conseguíamos hablar. Emitíamos sonidos que nunca lograron conectarse. Tú en tu idioma y yo en el mío. Impotencia y angustia la que sentí al no poder entender todo lo que querías decirme. A cambio, tuvimos que resignarnos ambos y entregarnos a manos de un intérprete: hombre ladinizado, bisagra entre tu mundo y el mío.

Cuando nos presentaron, entre tú y yo no había más de un metro de distancia sobre piso de tierra. Cincuenta centímetros de un abismo histórico y profundo que no fuimos capaces de cruzar durante la hora que duró nuestro breve encuentro. No hubo forma de cruzar ese puente. Ni tú hacia mi lado ni yo hacia el tuyo. El espanto nos paralizó. A ti, contra la pared de adobe. A mí me clavó las manos en los bolsillos.

Por si no hubiese sido ya suficiente, nos separaron más de 20 años de escuela y dos entornos culturales que casi nunca se han cruzado. Mis torpes preguntas te habrán sonado a obviedad de forastero. Tu expresión corporal al hablar, sin embargo, me decía que me estaba perdiendo muchos otros mensajes que mandabas como barcos de papel en el océano. ¿Cómo te ayudo? ¿Cómo?

Me dijiste que tienes cinco hijos, patojos por los que hoy debes procurar lo mínimo para que cuando menos sean capaces de reproducir tu misma miseria. Mientras lo decías, yo no pude dejar de pensar en los míos, cinco también, pero con historias tan distintas.

Y aun así, a pesar de que tuvimos que darnos por vencidos, derrotados por los muros que se levantaban entre tú y yo en cualquier dirección que veíamos, todavía así tuviste la grandeza y humanidad de decirme: «Dios te ilumine para encontrar la mejor manera de ayudarnos». Salí de allí en silencio, recorriendo de vuelta el sendero que me llevó a tu casa y que ahora me llevaba a cualquier otra parte. Lejos. Muy lejos.

Tú, mujer indígena, viviendo en Chonimatux. Yo, hombre ladino, viviendo en Roma. Nos dimos la mano en silencio y nos dijimos adiós. Y dejamos que se rompiera el efímero dique y volviera a llenarse el infinito mar de distancias que nos separan.

Seguramente nunca te volveré a ver. Eso hoy me atormenta y entristece. Por eso pensé que lo menos que podía hacer era escribirte esta nota. Aunque no alcances a leerla nunca en tu vida. Pero que sepas que es tuya. Escrita para ti, de quien no me llevé ni el nombre completo, pero que eres el rostro nítido de esa Guatemala pobre y olvidada, sumida en la injusticia de una desigualdad vieja.