El contexto de la presente reflexión aparece durante los días posteriores al homicidio del cantautor Facundo Cabral. No se trata de guatemalizar el problema de la violencia, sino de hacer un reconocimiento por demás aterrador: la violencia en la región mesoamericana sigue sosteniendo niveles altísimos en torno de las tipologías tradicionales de la violencia, pero también comienza a mostrarse la facilidad sistemática con la cual la narcoviolencia toma lugar. Y además la tolerancia a la misma, pues de no haber estado Facundo Cabral en el automóvil acribillado, este hubiese sido un caso más —de tantos— en los cuales sociedad civil y fuerzas de seguridad le otorgan el clásico carpetazo.
No quiero repetir el tan molido tema de la indignación y la culpa colectiva. Pero sí quiero poner el dedo en la llaga en una realidad que no puedo comprender: el cómo una región que se encuentra oficialmente en una etapa de paz produce niveles de violencia superiores a lugares cómo Afganistán o Irak. Además, el cómo una región tan violenta como la mesoamericana paradójicamente requiere tanto de la utilización del discurso religioso, la Biblia en mano y la mención del nombre de “Dios”.
El humanismo cristiano no es una corriente medular en la experiencia de la reconstrucción institucional mesoamericana. Jacques Maritain no está en la mesa de cabecera de la mayoría de los líderes políticos en la región. Y, sin embargo, es impresionante cómo los índices en las encuestas muestran que Mesoamérica es una región de personas fervorosas creyentes que requieren la presencia de Dios en los espacios públicos. No obstante, de la misma forma, en estos colectivos la Muerte tiene reinado en los espacios públicos. En clave común: se pasa muy fácilmente del “dios le bendiga” al “te voy a matar hijo de puta”.
Lo planteo de forma muy simple: ¿existe un proceso directamente proporcional entre los niveles de fiereza puritana y la capacidad de generar violencia? Me parece que sí. Dicho sea de paso, hablando de fiereza religiosa puritana, las grandes urbes estadounidenses son por mucho bastante más violentas que las ciudades nórdicas. (Tomando a los países nórdicos como el modelo ideal de sociedades profundamente secularizadas a pesar de ser colectivos tradicionalmente anclados en la experiencia de la Reforma Protestante).
Me permito compartir el siguiente pensamiento de Jacques Revel: Notre Père qui es aux cieux, resté labá… Y es, desde esta óptica sobre la cual las sociedades modernas construyen patrones de convivencia estables y efectivos: “No importa el mundo del porvenir, sin el presente: porque el mundo presente es y debe ser hermoso ya que no hay ningún otro”.
Una de las sociedades más secularizadas que conozco a fondo es la israelí. Construida sobre las cenizas del Holocausto, la sociedad israelí intentó secularizar las prácticas del judaísmo rabínico y transformarlas en fiestas nacionales cuyo sentido no fuese el de la religión propiamente. Y si bien, como todo Estado moderno, religión y política bordean fronteras, me sorprende cómo la moderna sociedad israelí logra construir el pivote de su sustento ético en la santificación de la vida humana, además de obligarse por imperativo moral a mejorar el mundo. Por mucho, la tasa de homicidios en el moderno Israel es de 1 por cada 100 mil habitantes. También concentra la mayor cantidad de patentes científicas por habitante en kilómetro cuadrado. Además, el primer caso de migrantes de raza negra que son trasladados de un lugar a otro en condición de no esclavos sucede con la Operación Moisés: cuando el Estado hebreo rescata a judíos etíopes de las garras del genocidio para llevarles a Israel en condición de inmigrantes y no de esclavos. Y lo paradójico del caso: el ciudadano israelí promedio es profundamente ateo.
Ningún concepto religioso es para mí tan importante como la noción rabínica del Tikun Olam. Originalmente, era la forma de compensar a la mujer luego del divorcio. En concreto, una forma de reparar el daño hecho. En la tradición judía eventualmente el concepto pasa a ser una obligatoriedad esencial del pueblo judío para que las acciones personales repararen el mundo; vulgarmente diríamos, hacer un mundo mejor. Es parte del concepto de la teodicea judía en la cual es claro que Dios se esconde en la historia hasta desaparecer completamente y con ello pasarnos la estafeta a nosotros. Ahora ya no es Él quien dirige el mundo, sino nosotros, Él ya cumplió su responsabilidad, Él hizo el mundo imperfecto para que nosotros lo perfeccionáramos. Ahora nos toca a nosotros sin poder exigirle a Él nada, sin pedirle a Él nada, ya como adultos construir el Reino sin ayuda, sin pretexto alguno.
Esa “toma de conciencia” es lo que permite que un pueblo pueda asumir el imperativo de construir un lugar mejor y, sobre todo, más justo. El proceso de maduración de una sociedad debe permitirle reconocer lo trágico de no santificar la vida en sus códigos y prácticas cotidianas: sin ello, no es posible que este mundo tenga sentido. La historia del mundo judío muestra cómo fue posible construir un Estado moderno en el cual los horrores del Holocausto nazi jamás se repitieran: había que construir cielos nuevos en esta tierra vieja, porque era imposible regresar a los cielos de Dachau y Auschwitz. Compárese esto con el proceso del pasado y presente en Guatemala luego de la guerra civil y el genocidio.
La utopía del mundo ulterior hace que el presente pierda importancia. Esa es nuestra misión, la de traer a dios de los pelos aunque no quiera, aunque patalee, pero hacer de este mundo uno digno; ya sea que por dios entendamos la utopía, un mejor sistema o la redención de la raza humana.
Resultaría muy saludable menos Biblia, menos puritanismo, menos hipersensibilidad, menos falsa hipocresía del “buenos días, cómo está Usted” o del “dios le bendiga” y un mayor imperativo categórico por hacer el bien y la justicia, aunque por ello no nos espere una recompensa ulterior ni un cielo nuevo.
Simplemente, hacer aquello que es justo aquí y en el ahora.
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