Ojalá hubiera escuchado la noticia ayer en la mañana, mientras tenía una breve conversación con el autor de Satanás cabalga mi alma. Habría pagado por ver la reacción de Julio Prado antes de escribir en Facebook que Dylan no va porque de seguro tiene una cita ya arreglada en el Camip.
La noticia no sorprende, y tampoco me consume la energía que no me sobra en días en los cuales me agoto con rapidez, incluso sin perseguir la superluna y sin reflexionar demasiado sobre los resultados electorales que le entregaron los códigos nucleares a un hombre de cabello naranja, y no a la amable señora que ignoró el golpe de Estado en Honduras y decidió no llamarlo golpe.
Tal vez mi cansancio obedece a que comienzo a sentir nostalgia porque se acercan las festividades del fin de año y, con ellas, mi oportunidad anual de expresar mi más profundo espíritu anti Navidad comercial.
Ante la amenaza de escuchar el burrito sabanero o Jingle Bells, va siendo hora de rescatar mis viejas grabaciones de Black Sabbath. Children of the Grave lleva al menos 20 años de comprobarse como ese antídoto capaz de mantenerme medianamente cuerdo entre las ofertas, las hordas nómadas de zombis que se dejan el aguinaldo en los centros comerciales y la estética de invierno nórdico con nieve, mucha nieve, que invade las calurosas calles del cambio climático centroamericano.
Children of tomorrow live in the tears that fall today.
Will the Sun rise up tomorrow bringing peace in any way?
Children of the Grave fue incluida en Master of Reality. Y tal vez es una hermana menor de War Pigs. Sencillamente perversa y generosamente antibélica, muy adecuada a los tiempos de abrazar la incertidumbre que parecen venirse.
Gracias, Tommy Iommi. Sin ti no habría sobrevivido a varios diciembres, de esos que en mi ciudad empezaban con las corridas de toros (ahora prohibidas por la Revolución Ciudadana, que no sabe con qué reemplazarlas tan cerca de las elecciones generales) y terminaban en pirotecnia y años viejos (monigotes rellenos de aserrín que generalmente representan al presidente de turno) que se queman la noche del 31.
La narrativa furiosa de Enter Sandman me hace pensar en fórmulas para sobrevivir este diciembre de importadores que juegan con el tipo de cambio. Eso me lleva a aconsejar una playlist navideña con música para un convivio de metaleros y bluseros que huyen de los villancicos, la cual me atrevo a describir así:
Por ejemplo, empezar con Dog Scratched Ear, de los Henry’s Funeral Shoe, un muy ecléctico blues que es potencialmente una amenaza para convertir un día ordinario en algo memorable, y tropezarse después con Call of the Wild, de LA Bastard, una banda rockabilly de Melbourne, Australia, que me recuerda que hay gente que sabe exactamente cómo conjugar una guitarra eléctrica con una gran voz. (¿Dónde diablos estaban el verano pasado? ¡Habría ido a escucharlos!).
Por alguna razón puramente nostálgica incluyo Pass This On y Heartbeats, de The Knife, un dueto sueco que ganó varios premios locales, pero que nunca asistió a recogerlos. José González haría después una versión extraordinaria de esta última canción. De la misma forma, acabo de ver Trainspotting (seguramente la enésima vez) y no puedo dejar fuera Lust for Life, de Iggy Pop, igual que no se puede ignorar Into the Black, de los impresionantes Samsara Blues Experiment; Fever, de los Black Keys; o Mind Mischief, de Tame Impala.
Podría seguir con esta lista de sugerencias, pero todo debe ser puesto en pausa: hay una crisis severa que atender. Mi hija mayor llora con desesperación. «¡Mi hermana tenía abierto mi diario y estaba leyendo mis secretos!». Respiro profundo y cuento hasta 100 (millones). «Isabel —intento decir despacio—, tu hermana tiene cinco años y todavía no aprende a leer».
Y regreso al sofá con mi esposa y una memorable Total Control, de The Motels. A veces la vida es buena y me deja armar toda esta diatriba mientras acepto mi destino cuando me comunican que es hora de ir sacando el árbol de Navidad de la bodega.
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