Diásporas

El heavy metal melódico y la voz de Alissa White-Gluz acompañan la tarde húmeda de San José. Una multitud caminando sin prisa, cubierta por sus paraguas y mirando sus celulares dan cuenta de la relación perenne de los habitantes de esta ciudad con la lluvia. Una ciudad que comienza a convertirse hacia la horizontalidad, rompiendo la armonía de las construcciones de dos niveles que la caracterizaron durante años.

Y yo justamente estoy en un piso 12. Escaleras abajo está el parque Morazán que anuncia las casas antiguas del barrio Amon, que conviven a pocas cuadras con todas las miserías de la zona roja, en un ejercicio que separa la  barbarie y civilización de una esquina a otra. Una frontera caliente que se cruza cuando cambia la luz del sémaforo.

Esa es la frontera en la que habitan las historias personales de muchos migrantes nicaragüenses y venezolanos, que en el fondo escapan de las bondades cotidianas de los sistemas políticos que otros pregonan desde el discurso de un progresismo de escritorio o de redes sociales, que prefiere mirar para otro lado cuando se habla de los crímenes de la dictadura, o de las decenas de miles que han cruzado a pie el Darien.

Historias que en la búsqueda de horizontes más claros, encuentran una estación de paso en San José, y cruzan miradas con un país que no parece estar listo para que se venga una repetición de la política de los ochenta, durante la construcción de la paz.

Entre las muchas historias de tragedia destaca también el ejercicio de aquello a lo que se denomina resiliencia. Comparto el almuerzo con una parte de la diáspora nica que come Vaho mientras rememora las diferentes recetas de familia para algún evento en Chinandega o Carazo. Esta gente no desmaya en su esfuerzo por la memoria, la verdad y la justicia, como fórmula para enfrentar un poder en grotescos términos absolutos.

No deja de llover. Guardo nostalgias de estas ciudad, que se alargan desde una dirección en el barrio Dent hasta la primera mención a Malpaís  (La banda y el lugar) allá por 2001, en una casa de madera cerca de las líneas del tren en San Pedro, escuchando a los Deftones. Eventualmente alcanzaría esa playa rocosa veinte años después, con una sonrisa muy díficil de explicar.

Aterrizo en Guatemala mientras miles de antorchas serpetean desde el Obelisco en todas las direcciones posibles, y termino estas líneas escuchando a  Charly García relatar la historia de Desarma y Sangra (1978).