Cacicazgos generados en espacios locales o heredados desde posiciones previas de poder, las cabezas de los organismos Ejecutivo y Legislativo son personajes desnudos de decencia y de capacidad política. Y de esos grupos han salido las designaciones de quienes dirigen el Organismo Judicial y de quienes desde hace más de una semana detentan el tribunal constitucional.
En el ejercicio cotidiano de las funciones y responsabilidades legales, los rostros frente a estas instancias de Estado ponen de manifiesto su enorme carga de desidia, hacen gala de la mediocridad que los caracteriza y utilizan el poder con la más absoluta perversidad. Ni el actual jefe del Ejecutivo, Alejandro Giammattei, ni sus antecesores, ni el del Legislativo, Allan Rodríguez, ni la mayoría de sus colegas en el Congreso, así como tampoco Silvia Valdez en el Judicial y la inmensa mayoría de quienes integran este, son expresión de capacidad, ética y responsabilidad en el ejercicio de sus cargos. De cada una de estas personas, lo que la sociedad guatemalteca recibe a cambio del poder que les delega por ley y de los jugosos salarios y privilegios que estas se recetan es la anulación de derechos, libertades y garantías, así como la actuación en beneficio de intereses criminales de élites que han depredado y destruyen nuestro patrimonio.
La acción más grave de estos últimos días es la incapacidad del Gobierno que preside Giammattei de hacer efectiva una política contra la pandemia del covid-19. En los 13 meses desde que el coronavirus fue declarado existente en el país, cada disposición de las autoridades ha sido contraria a la indispensable respuesta desde la lógica de políticas de salud: prevención, detección, atención, contención. Más allá de vociferar y achacar a la ciudadanía la responsabilidad del cuidado individual y colectivo, el Gobierno ha sido incapaz de garantizar la protección del personal de salud en primera línea, el acceso a instalaciones sanitarias adecuadas y la puesta en vigor de disposiciones reales para proteger a las personas e impedir la diseminación del virus.
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Con dolor hemos visto aterrizar en el país la llamada tercera ola (como si la primera nunca se hubiese ido), en la cual suman y suman no las cifras oficiales que se manipulan, sino las informaciones del día a día, constatadas por muchos de manera individual, sobre el impacto real de la pandemia. Mientras, el Gobierno y sus socios dejan pasar el tiempo sin actuar para obtener las vacunas necesarias para controlar el mal. Pomposamente pregonaron la contratación de vacunas Sputnik V y anunciaron la llegada del primer lote, pero esto no se cumplió. El sistema de registro de vacunación masiva tampoco ha avanzado.
La oleada de contagios que se enfrenta actualmente, sin mayores medidas de parte de las autoridades, pero que recargan el trabajo del personal sanitario, aún no protegido en su totalidad, tiene también su origen en acciones irresponsables del Gobierno. No olvidemos que, antes de Semana Santa, el mismo mandatario aseguró que quería ver las playas llenas de gente. Total, lo traicionó su devoción por el sector que necesita del consumo masivo para mantener sus bolsillos llenos aun a costa de la seguridad de la mayoría.
La sociedad no está preparada para actuar por decisión individual y, en una inmensa mayoría, tampoco tiene las condiciones para decidir encerrarse y quedarse en casa sin procurarse el sustento diario. Por eso la actuación de un gobierno responsable requiere entender no solo la idiosincrasia de la sociedad que gobierna, sino también sus carencias y necesidades, a fin de ofrecer posibilidades de vivir dignamente sin arriesgar la salud y la vida. Pero en este caso la tarea está en manos de quien hace gala no solo de desidia y de mediocridad, sino también de perversidad, al no atender al personal de salud y al no acelerar e invertir todas las energías en la adquisición de las vacunas y en la distribución de estas por todo el territorio nacional. No le interesa y no le preocupa proveer vacunas de acceso universal, sino que perversamente mantiene detenido el proceso para facilitar la privatización y, con esta, un mayor enriquecimiento de quienes desde siempre han vivido de exprimir hasta el último aliento de vida de la población. ¿Vamos a seguir en silencio y sin accionar ante esta perversidad?
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