La conclusión siempre es la misma: involucrarse y participar.
Hace años, después de discutir por horas, le cuestioné por qué, si tenía claro que participar en política era necesario, nunca lo hizo.
Su respuesta fue tajante: «Me habrían desaparecido».
La primera vez que escuché a mi padre llorar fue la noche del 31 de enero de 1980. Yo tenía ocho años y no entendía el porqué de las lamentaciones de un hombre a quien hasta ese día consideraba la persona más fuerte del universo.
Mi madre, al verme escondido detrás de una columna, me ordenó que fuera a acostarme. Obedecí sin preguntar.
A la mañana siguiente me enteré de que una persona querida había muerto el día anterior dentro de la embajada de España.
Años más tarde, cuando tenía 13 años, mi padre y yo caminábamos juntos por la zona 1. Una caravana de autos negros nos bocinó para que nos hiciéramos a un lado. Yo, siendo un adolescente imprudente, levanté mi mano y les mostré el dedo medio. El último carro de la caravana, una Suburban, frenó de inmediato y de ella se bajaron dos tipos con ametralladoras. A ver —recuerdo haber escuchado decir—. Insultanos ahora. A ver si sos tan machito. Mi padre me cubrió con su cuerpo y se disculpó con ellos. Deberías enseñarle a reconocer con quiénes no meterse —le dijeron a mi padre mientras abordaban de nuevo el auto— si no querés enterrarlo antes de tiempo.
Después del susto sin consecuencias, mi padre me hizo jurarle que nunca volvería a ser tan imprudente como esa tarde. ¡Tenés que aprender a pasar desapercibido! —me decía, aun temblando, mientras me sacudía de los hombros.
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Él no estaba molesto conmigo, como habría sido lógico.
Mi padre estaba aterrorizado.
Eran los 80, y, a pesar de que mi vida transcurría dentro de una burbuja, esa burbuja se había perforado por un instante y la posibilidad de morir por insultar a alguien armado era real.
Hace unas semanas almorcé con mi hijo, y él me preguntó sobre la situación del país. Él, igual que yo, ve muchísimo potencial en Guatemala, pero —también igual que yo— es pesimista respecto a la posibilidad de que ese potencial que tenemos como país logre alcanzarse.
Pero, si sos consciente de que es muy difícil que Guatemala mejore —me preguntó antes de despedirse—, ¿por qué participar en política?
Porque pasar desapercibido ya no es una opción. Porque, si quienes creemos en el potencial que tiene Guatemala nos damos por vencidos, es imposible que quienes no tienen la capacidad de verlo se animen a hacer algo.
Porque —esto no se lo dije a él— últimamente tengo esa sensación de que nuestra vida puede terminar por decir algo que moleste a alguien que ostente una cuota de poder.
Aunque ese poder sea tan minúsculo como los 15 gramos que pesa una bala.
Y ahora quien tiene miedo no es mi padre. Soy yo.
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