Eso no significó un cambio real en la estructura social, pero sí una modificación en el plano político. Tal cambio fue posible porque, en el aspecto estrictamente bélico, las fuerzas revolucionarias estaban neutralizadas. Las políticas de tierra arrasada y una feroz guerra contrainsurgente con una monstruosa cantidad de personas desaparecidas debilitaron el movimiento guerrillero. A partir de ese escenario se pudieron comenzar las negociaciones que años después llevarían a la firma de la paz.
El retorno a esa democracia formal abrió nuevos espacios. Si bien la mano férrea del Ejército siguió controlando todo —con aparatos clandestinos de seguridad que nunca desaparecieron—, se instaló un clima social que permitió algunos mínimos avances. Con la firma de la paz —hoy evidenciada como un acuerdo cupular a espaldas de las necesidades reales de la población—, esos espacios se ampliaron algo más.
Sin embargo, esos mínimos avances sociopolíticos estuvieron siempre bajo la atenta mirada de la derecha más recalcitrante y conservadora, supervisados en busca de eso que se llamó gobernabilidad (eufemismo por decir todo bajo control). La situación económico-social de base, luego de años de guerra, no varió: Guatemala exhibe una gran riqueza en términos macroeconómicos (decimoprimera economía en Latinoamérica), pero una de las mayores tasas de desigualdad del mundo.
En ese escenario político surgió, hacia el 2015, una fabulosa cruzada contra la corrupción. Eso siempre fue llamativo por cuanto Guatemala se caracteriza —como todos los países de Latinoamérica— por una inveterada cultura de corrupción que alcanza todos los niveles. Queda claro ahora que eso fue un mecanismo geoestratégico de Washington probado en estas tierras para luego iniciar su trabajo de reversión de gobiernos que no le eran muy afines en ese entonces (el PT en Brasil, Cristina Fernández en Argentina). Esa acción trajo como consecuencia una relativa movilización de la sociedad guatemalteca y terminó en una crisis política que finalizó mandando a la cárcel al por entonces binomio presidencial (Pérez Molina y Baldetti). Pero, luego de esa bien manejada crisis (asegurando gobernabilidad con la llegada a la presidencia de un candidato idóneo para seguir el guion: Jimmy Morales, supuestamente no tachado de corrupto), la movilización social no paró.
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En realidad, la corrupción fue uno de los elementos siempre denunciados, pero en la protesta social fueron cobrando fuerza otros aspectos: reivindicaciones campesinas contra las industrias extractivas, reivindicaciones sociales y laborales, lucha contra la exclusión social, contra el patriarcado, contra la discriminación étnica. Entre esos elementos y las investigaciones anticorrupción que llevó adelante la Cicig, el gobierno de Jimmy Morales —defensor de un pacto entre quienes ven peligrar su statu quo ante la protesta social: clase empresarial, clase política corrupta, militares— se fue poniendo cada vez más nervioso. De ahí que hacia el final de su mandato se asistió a una creciente derechización y a un retroceso en esos espacios democráticos abiertos.
En esa línea se registró, entre otras acciones conservadoras, el debilitamiento del cuerpo policial (a través de la remoción de cuadros orgánicos profesionales y la inclusión de personal militar), lo que significó un retroceso en la democratización de esa fuerza y permitió el reposicionamiento de fuerzas represivas clandestinas.
Con la llegada del nuevo gobierno de Alejandro Giammattei, las cosas siguieron iguales. El proceso de derechización vivido sirvió para mandar un claro mensaje de las cúpulas dirigentes: se mantiene la democracia en un marco muy estrecho, democracia controlada, totalmente vigilada. De ese modo se detuvo cualquier intento de profundizar la lucha contra la corrupción, que, independientemente de ser una estrategia de Estados Unidos para modernizar la democracia guatemalteca, consiguió implicaciones interesantes, como un cierto despertar de conciencia ciudadana. La nueva AEU, por ejemplo —que no es la de Oliverio Castañeda, pero que al menos desplazó a la anterior mafia—, fue uno de sus efectos.
Pero ahora, con la crisis sanitaria, queda claro que de democracia hay poco o nada. El Estado sigue capturado por los mismos grupos de poder, el presidente de turno es un empleado de quienes siempre han dirigido el país, el Pacto de Corruptos se mantiene y el hambre se profundiza. ¿Democracia es votar cada cuatro años? Eso no alcanza.
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