La miseria y la privación se compensan con la lejana y cada vez racionalmente más leve expectativa de una vida eterna después de la muerte. Los predicadores de la teología de la prosperidad, que siendo de origen pentecostal están en las diferentes corrientes cristianas, justifican de diferente manera el enriquecimiento de unos a costa de los demás. «El salario del pecado es la muerte», decía la supuesta cita bíblica de una procesión del Nazareno en Antigua. Pero el concepto de pecado se ha traducido por años en la rebeldía ciudadana, en la demanda por salario digno, en la exigencia de respeto a la libertad de la mujer. Pero, si se condena el pecado de la extorsión y del delito callejero, se exculpa al torturador y perpetrador de crímenes de lesa humanidad porque con sus crímenes nos salvaron de una supuesta destrucción masiva a manos del comunismo. El criminal es salvador. El desheredado, un delincuente.
Y si el ritmo acompasado de las andas es para algunos el aprendizaje para llevar en hombros a los deudos, el persistente grito por la pena de muerte resulta el evidente intento de ocultar en la sangre de otros nuestras propias faltas. Si Cristo murió para otorgarnos vida eterna, en el razonamiento sanguinario de los chapines productores de ideología es necesario eliminar todas las lacras sociales para salvarnos en la Tierra.
Niños desnutridos recorren las calles vendiendo baratijas, y a su explotación por los adultos y a la negación de su infancia, que los otros sí han tenido, se las califica de emprendurismo infantil. Se glorifica la exclusión de los otros en citas bíblicas que hacen del efecto Mateo la práctica social por excelencia: «A quien tiene se le dará más, pero a quién menos tiene se le quitará» (Mateo 13, 12).
Las imágenes de rostros ensangrentados y de cabezas clavadas de espinas son vestidas de lujosas túnicas doradas en una mezcla inequívoca del gusto por el poder y la riqueza más que por el sacrificio. Y si en algunos casos el rico y el pobre se mezclan al llevar en hombros al Nazareno, sea con la cruz a cuestas o camino a la sepultura, las cofradías y las asociaciones se han preocupado por establecer turnos de honor, más costosos o para personas de importancia, con el claro entendimiento de que aquí, en el reino de la exclusión, es necesario hacer notar, a cada paso, a cada momento, que no todos tenemos los mismos beneficios y que siempre existirán los privilegios.
La prédica de la opulencia critica con voz chillona el culto a las imágenes católicas y sus ritos, pero, como estos, privilegia al poderoso de ocasión para ungirlo con sus rezos e insinuarle beneficios para los miembros de su Iglesia. Empresarios de oscuras fortunas se asocian para financiar lujosos templos donde de manera extraña se realizan diariamente milagros, curiosamente realizados en el cuerpo de los que tienen dinero con que pagarlos.
El bien común y el esfuerzo colectivo parecen no ser cuestión bíblica, mucho menos razón o motivo de expresión procesional. Pero, como dijera la poeta Carmen Lucía Alvarado en reciente comunicación en las redes sociales respecto a la procesión de Jesús de Candelaria de la ciudad capital: «El adorno me pareció por mucho una verdadera maqueta del país. Al frente, el Cristo, que simboliza todo el dolor, todo el trauma de la conquista, con un rostro cansado en posición de mecapal, un rostro moreno de facciones indígenas similares a las de tantos de nosotros. Al fondo, un cura con un gesto por demás repugnante, sentado en una especie de trono de oro, concediendo el perdón a un hombre. Toda esta escena, montada en una elaboración absolutamente barroca. En cada esquina del anda, cuatro aves ibis abriéndose el pecho para darles de comer a sus crías».
Para ella, esa alegoría procesional «parece abrumadoramente precisa para entender Guatemala. Es el pueblo el que en realidad avanza con el rostro cansado, con todas las dificultades, con una cruz sobre el hombro, arrastrándola en el camino más tortuoso. Es el pueblo el que en realidad se abre el pecho para sacar de sí mismo, con dolor y sangre, el sustento para los que vienen detrás. Es el poder el que, manchado con la sangre ajena, dispone ceder perdón y dignidad con un gesto de menosprecio a todos los que considera sus inferiores, pero sin los cuales no podría existir».
No era precisamente esa la lectura que el artista religioso quiso plasmar, pero al buen entendedor serían pocas las palabras. No obstante, es totalmente cierto que los educados en el disfrute del poder y en la defensa férrea de una libertad centrada en el mercado no podrán leer de esa manera la alegoría, pues, como también dice cierta cita bíblica, no tienen los ojos para ver esas realidades (Mateo 4, 12).
Así, salir a exigir la pena de muerte (de otros) resulta fácil y hasta necesario. Son los mareros, los extorsionadores, los políticos y demás especies las que merecen muerte de cruz, pues con su sangre, imaginan los excluyentes, estos tendrán su reino de los cielos en esta tierra, cuyos ríos, aunque de todos y para todos, se desvían para beneficio de poderosos antes de que besen los mares; cuyas riquezas se extraen del subsuelo para beneficio de ajenos, pues, según sus dogmas y creencias, el que tiene hambre, sed, o frío es porque es vago y perezoso, y no porque con las prácticas extorsivas de sus padres y ancestros han creado este país de miserias múltiples y opulencias exclusivas.
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