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“Debemos buscar formas de no justificar el uso de la violencia en nombre de la violencia que cometen otros”

“Lo vimos en Guatemala en un sentido amplio y trágicamente clarito en la deshumanización del indígena (durante el conflicto armado), hizo posible entrenar soldados para tratar al indígena como alguien cuyo cuerpo no importa”.
"¿Cómo podemos decir que un acto de violencia hecho por el Estado es legítimo en contraste con un acto de violencia en una pandilla, que también es horrible? Ninguno es legítimo”
"Puede ser que medir los homicidios tenga su valor, pero hay que manejar las estadísticas con mucho cuidado".
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“Debemos buscar formas de no justificar el uso de la violencia en nombre de la violencia que cometen otros”

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La politóloga británica Jenny Pearce ha investigado diferentes formas de violencia en América Latina. Empezó en 1975, estudiando la dictadura militar en Uruguay. Su primera experiencia en Guatemala fue en 1979 cuando captó su atención la ejecución extrajudicial de sindicalistas. También trabajó en El Salvador durante el conflicto armado y en años recientes en México, Colombia y Brasil.

Estudiar la violencia en América Latina desde hace 42 años ha convencido a la politóloga británica Jenny Pearce de algo: concentrar la atención en reducir los homicidios no reduce violencia. Pearce, investigadora y catedrática en el Centro de Latinoamérica y el Caribe, del London School of Economics en Inglaterra, explica que la sociedad ha entendido la muerte como la máxima expresión de la violencia, pero en el proceso ha invisibilizado muchas otras formas de agresión. Las llama “violencias”, en plural.

Para Pearce, contar cuántas personas mueren violentamente por cada cien mil habitantes, como fórmula exclusiva para medir la violencia, muestra un panorama incompleto. El caso de Guatemala sirve de ejemplo: el Instituto Nacional de Ciencias Forenses reportó 939 muertes más por arma de fuego y arma blanca que la Policía Nacional Civil en 2016; el Ministerio Público ofrece cifras aún más bajas. Luego, la tasa nacional de homicidios bajó en 2016 al nivel de 2001, pero la reducción no es uniforme. Subió en varios municipios, y en otros bajó hasta un 50% sin explicaciones concretas. Además, las tasas de homicidio no reflejan el impacto de la violencia que no acaba en muerte.

Pearce comprende que hay una medida de homicidios porque los cuerpos son contables. Permite comparar Guatemala con Colombia. Pero al mismo tiempo conduce a una competencia por bajar los homicidios como muestra medible, pero precaria, de que se controla las violencias, según la investigadora.

“En Medellín bajaron los homicidios, pero la violencia siempre está mutando, y los actores violentos, paraestatales o estatales, trabajan dentro de estas mutaciones”, advierte. “Es algo muy peligroso. En su momento fue útil, pero se ha vuelto contraproducente. Las estadísticas no son tan confiables como uno pensaría. Un estudio de InSightCrime, por ejemplo, muestra el déficit de muertes por narcotráfico y pandillas en Guatemala (…). Puede ser que medir los homicidios tenga su valor, pero hay que manejar las estadísticas con mucho cuidado”.

Esta experta afirma que las cifras a secas no permiten entender las dimensiones de las violencias, y que la selección de la tasa de homicidios implica que es más importante la muerte que la violación. Pearce no quiere jerarquizar. “Una mujer violada muere por dentro; un niño abusado es afectado toda su vida”, observa. Por aparte, el homicidio no diferencia entre mujeres y hombres, aunque la acción social de las mujeres permitió reconocer el feminicidio dentro del homicidio. Pero la académica insiste en colocar la violencia como fenómeno en el centro, sin seleccionar qué violencias importan y cuáles no. Por eso se ha concentrado en estudiar el efecto de las violencias en los vivos para entender mejor el fenómeno, desde la perspectiva de las víctimas.

Para ello, Pearce invita a la comunidad a que participe en el estudio de la violencia que les afecta, e incluye su perspectiva. El método requiere una inmersión total del investigador.

La académica parte del concepto más básico de la violencia: dañar el cuerpo del otro. Así ha encontrado tendencias que se replican en la región. “El gran debate es si es en continuum o algo diferente”, como la transición de la violencia política a la delincuencial o del crimen organizado, explica. Entre las distintas formas de violencia, la politóloga se declara más interesada en el fenómeno el daño al cuerpo. Ella observa el fenómeno de la violencia como un hilo conductor entre la violencia de las masacres y asesinatos políticos del conflicto armado, y los asesinatos vinculados a la delincuencia o crimen organizado actualmente. “En diferentes momentos y épocas, la violencia toma diferentes formas, pero al final construye un significado: hacer daño al cuerpo del otro y la otra”, subraya.

La investigadora se apoya en la teorización de la violencia, un campo en el cual otra politóloga británica, Vivienne Jabri, explora el concepto de los estereotipos y la deshumanización o cosificación del otro que justifica hacerle daño al otro.

“Yo debo deshumanizarte primero para poder atacar tu cuerpo, o mandar un mensaje a tu cuerpo”, explica Pearce. “Lo vimos en Guatemala en un sentido amplio y trágicamente clarito en la deshumanización del indígena (durante el conflicto armado), que venía de antes, que no fue algo nuevo, pero que hizo posible entrenar soldados para tratar al indígena como alguien cuyo cuerpo no importa”.

La construcción de un estereotipo del “otro” se visualiza en un contexto polarizado de extrema izquierda y derecha. ¿Pero cómo se explica en un contexto de delincuencia, pandillas, o crimen organizado?

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“Es compleja la forma en que ocurren las violencias, pero uno puede aplicar la idea de (re)construir al otro y la otra, y deshumanizarlo en muchos espacios de socialización, aun en la familia, con la violencia doméstica”, dice Pearce. “El hombre utiliza violencia contra su mujer porque la deshumanizó y dice que la golpeó porque comenzó a decirle cosas que no quería escuchar”. El ejemplo aplica a cualquier individuo o grupo que antagoniza a otro, como las pandillas y maras, aunque la experta advierte que nunca se puede reducir las violencias a una explicación. Entran en juego otros elementos con los cuales el agresor construye su identidad, y reconstruye la de su víctima.

“Un factor que me llama la atención de las pandillas y maras es cómo el adolescente forma una tribu”, afirma Pearce. ¿Hay seguridad en números grandes, en la colectividad? “Sí, pero también identidad. Yo me siento alguien, querido, parte de algo, tengo identidad y pertenencia cuando soy parte de un grupo con nombre. No es por nada que tenemos la Mara Salvatrucha, Barrio 18”.

El sentido de pertenencia permite construir la identidad propia, y también la del enemigo: un estereotipo deshumanizado que se puede usar para enviar un mensaje. En 2016, un analista del Ministerio Público dijo que sospechan que los narcotraficantes desaparecen a sus víctimas en el oriente del país. Entonces, ¿qué mensaje envían agentes del Estado o un grupo criminal que desaparece a una víctima? La investigadora dice que este tema la ha seguido en todas partes: Uruguay, México, y Colombia.

“La desaparición forzada es un mensaje sumamente cruel y eficaz: le dice a la familia y la víctima, ‘yo le hago desaparecer del mundo, y nunca van a encontrar el cuerpo; tanto no te valoro como persona, que ni tu cuerpo importa’”, explica. Pearce subraya la desaparición de 43 jóvenes en Ayotzinapa, Guerrero, en México, el 26 de septiembre de 2014. “En medio de todas las violencias en México —hay muchas desapariciones, muchos muertos, todo tipo de violencia imaginable— el caso de Ayotzinapa logró poner la violencia en el mapa, aunque todavía no encuentran los cuerpos”, afirma.

La desaparición es una herramienta “súper potente” para el narcotráfico y el Estado, según la académica. El Estado ha sido responsable por muchas desapariciones en Uruguay, Argentina, Chile, Colombia, entre otros países, pero ahora los actores no estatales—afirma la investigadora—también ven el potencial de la desaparición. Para Pearce, es preocupante la desaparición como una forma normal de ejercer la violencia. ¿Por qué? Si la ciudadanía empieza a ver que el Estado no aplica la justicia, y no está convencida que hay justicia accesible y equitativa, comienza a aceptar este tipo de justicia de facto.

La politóloga recuerda una visita que hizo a Concordia, al sureste de Colombia, cuando invitaron a los paramilitares a llegar a la ciudad. “Lo primero que hicieron fue desaparecer a 300 jóvenes, y el pueblo lo aceptó porque habían construido a estos jóvenes como criminales que perjudicaban a la ciudad”, reveló. Pearce relató que los paramilitares lanzaron los cadáveres a un río, pero la contaminación alcanzó tal nivel que la ciudadanía les pidió que enterraran los restos. “El efecto perverso de este tipo de violencias en las que el Estado no hace nada, o es actor (a veces es actor por simplemente no hacer nada ante actores privados, paramilitares, narcotraficantes, o pandillas), es que la gente empieza a pensar que no hay nada en que confiar y aceptan las violencias como una respuesta a las violencias; esto constituye lo que llamo ‘ciudadanía autoritaria’”. Es decir, a mayor impunidad, mayores condiciones para una ciudadanía autoritaria.

 

 

En Guatemala, el Ministerio Público no registra la desaparición salvo por los casos de menores de edad por la alerta Alba-Kenneth, porque la desaparición no es un delito según la ley, aunque investiga varios casos. El código penal sólo tipifica como delito la desaparición forzada, lo cual requiere comprobar que hubo participación o apoyo de agentes del Estado. En Chiquimula, por ejemplo, hubo un promedio de un adulto desaparecido por semana entre enero y mayo de 2017. La PNC local no lo incluye en estadísticas oficiales, pero sí lleva un registro. El promedio nacional es de 26 denuncias diarias.

“La desaparición es un ejemplo de cuándo importa que aparezca el cuerpo y cuando no importa”, dice Pearce. “Si la desaparición no es delito, entonces es muy ‘útil’, entre comillas, para los actores violentos; lo hace funcional. Desaparece más gente. Pasó en Medellín también. Cuando empezaron a bajar los homicidios, empezaron a subir los desaparecidos. Es un tema de tratamiento urgente en América Latina. Internacionalmente, la desaparición forzada es un crimen contra la humanidad”.

Algo similar ocurre en Guatemala con el descenso en la tasa de homicidios desde 2012 y el supuesto incremento de las desapariciones.

“¿Cuán difícil ha sido para las organizaciones sociales trabajar la violencia no contra el Estado, sino contra el narcotráfico?”, pregunta Pearce. “Una desaparición hecha por un narcotraficante, para mí, es un delito contra la humanidad, es un crimen de derechos humanos. Tiene que ver con cómo conceptualizamos el problema. Hablar selectivamente de los actos violentos, o de violación de derechos humanos, dificulta poner el fenómeno en el centro de nuestras preocupaciones”. La investigadora compara el caso con la violencia en la casa, en un espacio íntimo. Subraya que en Inglaterra, su país, hasta hace un par de décadas, no era un crimen que un hombre violara a la mujer en la casa, en lo privado, pero el activismo social femenino logró que se tipificara como un crimen.

“Vincular la acción social a la violencia permite visibilizar estas contradicciones y paradojas que implica que un narcotraficante o alguien puede hacer desaparecer a una persona y, si no es un acto del Estado, no sea forzado y no esté reconocido internacionalmente como un acto de desaparición, aunque de todas formas es un crimen”, añade Pearce.

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No obstante, cuando la ley reconoce un hecho violento atentatorio contra los derechos humanos, la respuesta del Estado no siempre es proporcional a la gravedad del hecho. Por ejemplo, las víctimas y sus familias en Ayotzinapa reciben una reacción gubernamental de silencio, represión y, luego, mentiras. Así lo divulgó la prensa mexicana y lo demostró el informe de un equipo de expertos independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que investigó el hecho. En este caso se comprobó la participación de autoridades y fuerzas de seguridad, un ejemplo de violencia estructural.

“Muy a menudo no nos afecta la participación del Estado en estas violencias porque lo concebimos como monopolio legítimo de la violencia en el territorio”, explica Pearce. “Para mí, esta idea no sirve ahora porque sabemos que el Estado en un co-reproductor de las violencias. ¿Cómo podemos decir que un acto de violencia hecho por el Estado es legítimo en contraste con un acto de violencia en una pandilla, que también es horrible? Ninguno es legítimo”.

¿Pero qué sucede con la reacción pública frente a la violencia contra las autoridades? El impacto no es el mismo cuando cinco policías son asesinados por pandilleros, o un soldado desarmado es atacado por una turba, que cuando los agresores son policías o militares y las víctimas son civiles desarmados. ¿Puede ser esto el resultado de la construcción del estereotipo del policía abusador, que apunta a que si un policía o soldado es abusador todos son abusadores, y ese estereotipo justifica agresiones en su contra?

“Si estamos tratando de cuestionar cómo seleccionamos las violencias que importan (todas importan), debemos reconocer que la violencia cometida contra actores estatales también es violencia, aun cuando se trata de actores estatales que usan la violencia contra la ciudadanía”, dice Pearce. Es el caso del Estado concebido como el monopolio en el uso de la violencia. “Un pandillero es también ciudadano, pero nada justifica que use la violencia (o que sea blanco de violencia)”, agrega. “Debemos buscar formas de no justificar el uso de la violencia en nombre de la violencia que cometen otros. Ahí está el círculo vicioso de las violencias mutuamente justificadas. Como dijo Hannah Arendt, siempre es posible justificar la violencia, pero eso no la hace legítima”.

Arendt también escribió que la violencia se usa en ausencia del poder, el poder entendiéndose como una autoridad legítimamente reconocida. Si un ciudadano, un pandillero, por ejemplo, desconoce e irrespeta la autoridad de un policía, este probablemente deberá obligar (con fuerza física y violencia) al pandillero a obedecerle. En el caso de un narcotraficante, su uso anterior de violencia, o sus amenazas de usarla, pueden resultar en la obediencia de una comunidad completa, no por respeto, o legitimidad, sino por temor.

La autocensura, la investigación participativa y la prensa

En un artículo que Pearce publicó en 2009, respecto a comunidades que eran blanco de violencia, menciona cómo en entrevistas colectivas eran evidentes los silencios de las personas, y que algunas editaban o censuraban sus respuestas. Un fenómeno similar ocurre en varios sectores de Guatemala, en el interior, donde los periodistas locales saben que publicar determinados hechos puede generar desde amenazas de muerte hasta la muerte misma. Publicar notas investigativas del narcotráfico es una misión suicida.

¿Qué efecto tiene en una comunidad que los crímenes más atroces sólo se conozcan por vox populi y no por los medios de comunicación, y no sean temas de conversación abierta?

“Es un efecto profundo, serio y de largo plazo”, dice la investigadora. “Un impacto potencial es que se fortalece la ciudadanía autoritaria sin alternativas de justicia. También se internaliza la frustración porque nadie escuchará lo que ocurrió. Lo vi en tres de los municipios más violentos en México. Allá trabajamos con la metodología de tratar de construir una idea de seguridad desde abajo, como bien público, que consiste en hacer visibles las violencias que nadie reconoce. Un aspecto de la violencia es la forma selectiva en que reconocemos las violencias. Por ejemplo, el Estado y los medios no reconocen ciertas violencias cotidianas que afectan la comunidad, y que implican que la gente viva en silencio, pero reconocen selectivamente otras violencias”.

Un tema recurrente en la prensa son las pandillas, las extorsiones y las muertes violentas que desencadenan, o casos como el amotinamiento de reos pandilleros en el centro correccional de menores de edad Gaviotas, que dejó tres muertos y ocho heridos, el 3 de julio pasado.

“Entonces, el joven se convierte en el enemigo del Estado, de todos”, razona Pearce. “Lo vemos en El Salvador. Es una guerra contra el joven pandillero. Eso implica que la sociedad pone todas sus energías en denunciar una forma de violencia. Otras violencias que experimentan permanecen invisibles, no reconocidas en el silencio y se reproducen por todos los espacios de socialización, y este es un impacto de largo plazo. La frustración se internaliza; las violencias se aceptan porque no se puede hacer nada”.

En la segunda semana de mayo, en una red de apoyo de periodistas en WhatsApp, un periodista en El Progreso denunció que fue amenazado cuando cubría la captura de una persona por robo. Dijo que al lugar llegaron un policía de particular y un guardia del sistema penitenciario a amenazarlo de muerte si publicaba las fotos, porque el detenido era familiar del policía. Las amenazas a los periodistas en el interior del país, por motivos diversos, son usuales.

“Eso refuerza los silencios sobre qué violencias importan y cuáles no”, afirma la investigadora. “Ya ni se puede tomar foto, ni reportar actos de violencia, y no es bajo una dictadura. Estamos hablando de países donde hay elecciones”.

Para Pearce, entender las violencias requiere identificarlas en todos los espacios de socialización: aceptar que la violencia de un pandillero importa tanto como la violencia de cualquier agente del Estado, o la del padre frente al niño. La idea es sacar a la luz todas las violencias que afectan la vida cotidiana de la gente.

“Por eso Javier Valdéz Cárdenas, un periodista muy destacado, decide hacerse responsable ante esos procesos (en México), pero muere (acribillado el 15 de mayo pasado en Sinaloa)”, afirma. “Su historia es una historia de dar voz a voces (silenciadas), y ahora los actores violentos del narcotráfico no aceptan que se hable de estas violencias, como en su momento no lo hicieron los actores de las dictaduras militares”.

¿Cuál es el impacto del asesinato de una figura como Valdéz, no sólo en la prensa, sino en la sociedad?

“La violencia, como fenómeno, genera significados”, recuerda la investigadora. “El significado que esto genera es: ‘mira, hay que aceptar estas realidades; ahora este es el orden que hemos construido. Si queremos usar las violencias, vamos a usarlas’. El Estado manda el mismo mensaje de impunidad. Como no hay sistema de justicia que funcione, la gente tiene que aceptar que no tiene a dónde ir, entonces internaliza que la violencia es normal e inevitable”.

Volviendo a los estereotipos, ¿hay violencia latente si una sociedad o comunidad ve como estereotipos a los victimarios o a la víctima? ¿Cómo tratar el tema entre la sociedad y las víctimas, la sociedad y los victimarios?

“La respuesta es poner las violencias (como) fenómeno en el centro de la preocupación”, señala Pearce. “La tarea es reprobar la violencia de la guerra y la actual sin pensar que la violencia en sí misma es el problema. Todo lo que pasa a nuestro alrededor nos hace seleccionar las violencias aceptables. Un ejemplo es lo que sucedió con las niñas en el Hogar Seguro (Virgen de la Asunción)”.

Su internamiento fue otra forma de violencia en su contra. Murieron 41 como consecuencia de un incendio provocado el 8 de marzo pasado. Otras 15 resultaron lesionadas. Estaban encerradas bajo llave.

 

 

“Ya habían experimentado todo tipo de violencia y no pasó nada. Fueron violencias aceptadas porque ellas, y allí viene el estereotipo, eran (vistas) por diversas razones como niñas pobres, abandonadas, cuyas vidas no valían. En otro ejemplo, en Inglaterra, en casos de violación, a veces dicen, ‘es que estaba llevando una ropa corta, y maquillaje, entonces por supuesto, la van a violar’. Son aceptaciones de la violencia por la construcción social, las justificaciones que damos a violencias aceptables. Pero no podemos dividir las violencias en aceptables y no aceptables”.

Sin embargo, rechazar ciertas violencias puede ser peligroso en las comunidades donde hay ausencia del Estado, en la aplicación de la justicia. En ese vacío surgen los caciques criminales que se erigen, por intereses propios, como protectores de la comunidad. Luego, la población también los protege, más movida por el miedo que la lealtad, porque los caciques ejercen control por medio de la violencia, o la promesa de usarla.

“Son monopolios delegados”, explica la investigadora. “El Estado en América Latina deja que actores armados protejan a los ciudadanos, con amenazas, en su territorio (y monopolicen la violencia). Ante la falta de seguridad, la gente busca seguridad de donde venga. Vuelvo al tema de ciudadanía autoritaria: Si acepto a mi protector, lo defiendo, aunque este supuesto protector extorsione a mi familia, o mi comercio”.

Pearce cita el ejemplo de cómo Medellín declaró que controlaron los homicidios porque bajaron considerablemente: de una tasa de 381 por cada 100 mil habitantes a principios de los años 90, a 20 el año pasado. Apunta que es un gran avance, aunque la tasa todavía es alta. El nivel epidémico comienza de 8 para arriba, según la Organización Panamericana de la Salud.

“Pero cuando estoy con la gente con quien trabajamos en las comunas de Medellín, me dicen es que ahora los combos, como les llaman allá (a pequeñas pandillas), (dicen) que hay que pedir permiso para matar porque aceptan el discurso de la ciudad: ‘mejor no matar’. Entonces, lo que hacen es extorsionar y venden la virginidad de las niñas. ¿Y la gente qué dice? ‘Hay que aceptar la seguridad del combo, o la seguridad de la Policía’, que muy a menudo (dicen ellos) acepta implícitamente que el combo controla el orden. Estos órdenes de facto son peligrosísimos para la democracia, para la reducción de las violencias, para cambiar las desigualdades, que son tan terribles en esta región”.

¿Cuán compleja es la violencia actual en contraste con la época del conflicto armado?

“Ahora hay una violencia desorganizada en comparación con aquellas épocas cuando uno sabía (reconocer el origen de la amenaza, si era de la guerrilla o militar). Pero en otra forma es también organizada”.

¿Hay cierto orden en el caos?

“Justamente, y la gente lo reconoce porque ha debido adaptar su vida a estas violencias cotidianas; ellos saben a dónde pueden ir y dónde no”.

¿Qué más ha aprendido de América Latina?

“Las tragedias y el sufrimiento en América Latina me han afectado personalmente, pero, para no decir que todo es negativo, aprendí también de las respuestas de acción social frente a estas violencias. El periodista Javier Valdéz, aunque fue amenazado y casi sabía que le iban a matar un día, seguía adelante, como las familias de Ayotzinapa que han seguido protestando. En los espacios donde la gente tuvo que construir sus vidas dentro de las violencias, toda mi vida he visto gente que quiere denunciar y protestar. Estuve en Uruguay en la dictadura militar, con organizaciones de los familiares de los desaparecidos, muy a menudo mujeres, madres. No tenía un hijo en ese momento, pero después, (cuando lo tuve) me di cuenta; se volvió (algo) personal. ¿Qué habría pasado si no se hacen denuncias de la desaparición como fenómeno? Reconocemos la desaparición como fenómeno sistemático de violencia estatal, y de actores no estatales, por las acciones sociales de estas organizaciones”.

Pearce subraya cómo un grupo de mujeres indígenas lograron denunciar en 2014 y 2016, en Guatemala, que fueron víctimas de esclavitud sexual y violación durante el conflicto armado: el caso de Sepur Zarco. “Les ha costado, y tomó mucho tiempo (30 años después), porque no se reconoció la violación de la mujer indígena durante la guerra en Guatemala hasta que las mujeres se organizaron; fue solamente por acción social”, afirma. Por eso, para la investigadora, es fundamental la acción social frente a la violencia. El reto es lograrlo cuando las estructuras del Estado están coludidas por el crimen organizado, y este no puede garantizar protección.

“¿Cómo es Guatemala como sociedad por convivir con las violencias cotidianas? Hay que trabajar el tema muy a fondo para que se recuperen el individuo y la sociedad, para recuperar la democracia”, razona Pearce. “La democracia necesita interacciones seguras, fluidas: que yo pueda hablar contigo y expresar mis diferencias sin que me hieras con palabras o piedras si digo que no estoy de acuerdo contigo”.

En términos de democracia y procesos extremos, en un municipio del oriente del país (Ipala, Chiquimula), fue electo en 2015 un alcalde (Esduin Javier Javier) después de que compitiera sólo contra un candidato; los demás renunciaron aduciendo amenazas. Ganó con el 78%. La Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala lo identificó como miembro del crimen organizado. Se le atribuyen varios crímenes, aunque el Ministerio Público nunca lo ha acusado. ¿Cómo se construye acción social en un contexto de barreras grises entre autoridades y crimen organizado?

“Mi próximo libro, La Política y La Violencia, es acerca de cómo la política está constituida por estas violencias”, dice la investigadora. “¿Cómo se puede llamar a ese caso una elección democrática? De ninguna forma. La respuesta también es política al final, pero es una política sensible a las violencias. Hay que construir una política capaz de reconocer que la violencia no puede ser parte de esta política. Tiene que ver con cómo imaginamos la política. ¿Cómo se ha logrado que la población acepte eso? También hay que hablar de las élites, y la relación entre élite y violencia. Sólo se puede responder a esto con un Estado de Derecho funcional, equitativo y accesible a todos y todas”.

¿Y quién ha sido responsable de la construcción del Estado de Derecho? Pearce afirma que, históricamente, las élites. La investigadora razona que el Estado de Derecho debe responder ante las violencias que enfrentamos; las élites deben aceptar que también están sujetas al Estado de Derecho, no solamente lo está el pobre, el criminal, el pandillero.

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