Desde el primer día que el general Pérez asumió la Presidencia de la República, la militarización se hizo presente, y conceptos y formas de proceder propias de la práctica militar comenzaron a ser parte del ejercicio del poder. El hombre, y su pareja vice-presidencial, optaron por hablar duro, imponer criterios, evitar el cumplimiento de las normas para, supuestamente, hacer más eficiente su mandato. A la movilización social se le respondió con represión, teniendo su ejemplo más dramático, aunque no el único, en la masacre del 4 de octubre de 2012 en la cumbre de Alaska donde fuerzas militares dispararon indiscriminadamente contra los manifestantes, asesinando a ocho de ellos.
El ejercicio militar del poder es contrario a la democracia, pues el autócrata detesta la crítica, y no está dispuesto a negociar o dialogar. Los militares mandan, ordenan u obedecen, y es evidente que el actual jefe del Estado guatemalteco no ha podido dejar de lado sus prácticas profesionales a pesar de llevar más de 20 años sumergido en las ambiciones y juegos políticos. Así como el médico puede entender la sociedad como un organismo vivo, y un ingeniero como un sistema de interacciones, el militar la asume simplemente como relaciones de sumisión y mando, siéndole históricamente difícil modificar sus formas de ver y entender el poder, lo que lo hace incapaz de actuar y promover la democracia.
En el caso de Pérez, intolerante impuso al Presidente de la Junta Directiva del IGSS y manipuló a la comisión de postulación para nombrar a Thelma Aldana en el MP. Autoritario llamó al director de Prensa Libre para que modificara la cobertura sobre su gobierno. Hasta ahora su arbitrariedad ha encontrado algunos límites, pero de no ser más acuciosos, activos y exigentes, los ciudadanos podemos ver cercenada y hasta eliminada nuestra incipiente y raquítica democracia. El aranismo y los posteriores regímenes militares son muestra fehaciente de que la máscara democrática pega bien en algunos oficiales, con los efectos dañinos que nuestra historia reciente muestra.
La creación del Grupo Interinstitucional de Asuntos Mineros que ha comenzado a operar en San Rafael Las Flores, Santa Rosa, acuciosamente identificado por Plaza Pública en el reportaje de Oswaldo Hernandez el 16 de julio, es una vuelta más en la tuerca del autoritarismo con clara visión regresiva. La cuestión minera, como las hidroeléctricas, son asuntos críticos que han sido manejados de forma autoritaria e irresponsable por los distintos regímenes, atrayendo a su favor a empresarios y políticos que centran su mirada sólo en sus beneficios y no en las cuestionas sociales y ambientales de largo plazo.
Incapaz de entender a todos los ciudadanos en igualdad de derechos, sean o no propietarios de minas o empresas financiadoras de campañas electoras, el régimen militar que se nos está queriendo imponer, entiende el diálogo como el monólogo donde sólo el poder habla y el ciudadano opositor –llámense estudiantes normalistas, totonicapenses opuestos a las tasas de energía eléctrica, población crítica a la minería, etc.– simplemente escucha.
Designar a un militar en activo al mando de una agencia pública como ésa para “identificar lo que ha fallado en temas de seguridad e impacto social en los sitios donde se impulsan proyectos mineros” como supuestamente es el objetivo de ese Grupo según el Ministro de Gobernación, es optar por el espionaje para reprimir la oposición, pues si se quieren medir fallas en los procesos hay infinidad de instrumentos científicos que para nada incluyen el establecimiento de “oficinas” de control social dirigidas por militares.
Tal parece que al propio ministro de Gobernación se le han olvidado sus disquisiciones y reflexiones sobre la Doctrina de la Seguridad Democrática que a inicios de siglo defendía y, fiel alumno de sus docentes militares, ha vuelto junto con todo el aparato de gobierno a apostar por la caótica y para nada doctrinaria visión autoritaria de la Seguridad nacional, en la que todo opositor y crítico es considerado enemigo y, en consecuencia, objeto de represión.
Resulta además lamentable que supuestos especialistas en resolución de conflictos, al llegar a cargos públicos se conviertan en simples voceros de las posiciones autoritarias y militaristas, como sucede ahora con el mal llamado Sistema Nacional de Diálogo que nada tiene de sistema y mucho menos de diálogo pues, como resalta la nota de Plaza Pública, el control de ese “grupo” corre a cargo del Ejército y lo que menos se están realizando son procesos efectivos de diálogo.
Si la construcción de la paz en el país pasa necesariamente por la creación de confianza entre los distintos sectores, la democracia implica la aceptación de las diferencias y la igualdad entre los actores. Imponer un centro de monitoreo del comportamiento ciudadano en zonas de conflicto es simplemente abrir la puerta a que mañana se hagan detenciones extrajudiciales, tortura y desapariciones forzadas.
Si el Estado quiere dar seguridad y confianza a los inversionistas debe, antes que nada, mostrarles que Guatemala no es Guinea Ecuatorial y que Pérez Molina y su hijo no son la familia Obiang, y eso no lo van a lograr poniendo bajo vigilancia militar a toda una población, sino ofreciendo atención pública a todos sus ciudadanos en salud, educación y empleo. Tal vez eso a algún dueño de una empresa futbolística española con interés en hidroeléctricas no le guste, pero nuestro país estará empezando a caminar por la senda del desarrollo sostenible.
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