Pedían además la renuncia del Presidente de la República, a quien acusaban de estar involucrado en dicho asesinato, con base en un testimonio anticipado de la víctima. Las instituciones del sistema de justicia se pusieron a prueba y también las políticas. Finalmente, las investigaciones de expertos determinaron que se trató de una especie de suicidio con la intermediación de una banda de sicarios, y todo con la esperanza de socavar la Administración del Gobierno.
Muchas de las reacciones de enojo y frustración en las redes sociales de ese entonces no solo reflejaban una legítima indignación por el crimen cometido, sino también ayudaron a cohesionar un bloque de oposición no partidista en contra de la ideología del presidente Álvaro Colom y su exesposa. Sin embargo, se notaba cierto prejuicio de clase que se hacía evidente por el tipo de comentarios que se emitían con total impunidad, asegurándose la culpabilidad de los acusados. Estaba en marcha un linchamiento político, que afortunadamente no terminó en golpe de Estado.
La semana pasada, los hechos violentos que lamentablemente terminaron con la vida de siete personas en Totonicapán han desatado una reacción similar de indignación y repudio a lo que se considera como represión del Estado contra la protesta social. Ya se ha juzgado y condenado de manera sumaria a los supuestos culpables, y se pide la cabeza de dos ministros en las redes sociales. Se les niega derecho de defensa porque se asume que una Administración de Gobierno encabezada por un militar retirado, aunque haya sido democráticamente electo, no puede evitar recurrir a estrategias del pasado para lidiar con la conflictividad social. Es decir, se presupone una tendencia hacia el suicidio político, sabiéndose que precisamente por sus antecedentes esta Administración es vigilada escrupulosamente por organizaciones de Derechos Humanos, nacionales e internacionales. Así, la mínima evidencia parece confirmar los prejuicios y temores hacia una derecha pro-empresarial. Entonces, algunos que se sitúan a sí mismos en un nivel moral superior hacen llamados a la radicalización. No precisamente para buscar la verdad y hacer justicia, sino para desestabilizar a una Administración del Gobierno con la cual no comulgan pero que, aunque no les guste, fue elegida por la mayoría de los votantes del país. Se refleja, de esta manera, cierta intolerancia contra quienes no piensan como ellos.
Todavía no sabemos con certeza lo que ocurrió. Lo que hay son versiones contradictorias. Será el Ministerio Público y el INACIF los encargados de esclarecer los hechos y determinar responsabilidades, con base a testimonios y evidencia científica. Por otro lado, serán los jueces quienes deberán aplicar la ley para castigar a quienes resulten culpables de haber ejercido violencia. Mientras tanto, los ciudadanos debemos exigir a los políticos y gobernantes que atiendan los problemas y las demandas de la población antes que se conviertan en conflictos con potencial violento. Debemos movilizarnos, no para debilitar al Estado, sino para fortalecerlo con la creación de una institucionalidad que sea capaz de solucionar los conflictos de manera pacífica, con especial atención a las necesidades de los grupos más vulnerables y marginados de la sociedad. Se supone que la Procuraduría de los Derechos Humanos es una de ellas.
Por otro lado, insisto en que la propuesta de reforma constitucional abre una ventana de oportunidad para darle su lugar a los Pueblos Indígenas como sujetos de su propio destino, pues el modelo actual de su relacionamiento con el Estado de Guatemala está agotado. Si, por ejemplo, se pretende elegir con voto popular a los gobernadores, estos deberán contar con poder en la toma de decisiones sobre políticas sectoriales, como salud y educación, en sus departamentos. De hecho, el primer paso sería cuestionar de fondo el modelo centralista y presidencialista de nuestra frágil democracia. La modificación de los distritos electorales con base en la realidad sociolingüística de la población facilitaría una mayor representación de los Pueblos Indígenas en el Congreso de la República, y podría fortalecer el vínculo entre los diputados y sus electores, en detrimento de los intereses particulares que ahora prevalecen. Esta es una oportunidad estratégica que no debe desecharse, de nuevo, por los prejuicios ideológicos entre izquierda y derecha.
Ojalá que el derramamiento de sangre en Totonicapán no sea en vano y se convierta en el principio del cambio.
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