Tengo una pregunta o quizá dos, escribí. La primera estaba relacionada con mascarillas. La segunda, ya no sé bien con qué o con quiénes. Conmigo, seguro que sí. El confinamiento me ha dejado con más preguntas que respuestas. Viejo hábito el mío el de preguntar. La diferencia es que la interlocutora ahora casi siempre he sido yo. O los árboles del barranco o la tumbergia trepadora o los sinsontes políglotas —siento que su trino es cada vez más versátil, quizá porque la lluvia no llegaba— o la Luna o la rama del encino que vislumbro desde la banca donde me siento a escuchar los ronrones, grillos y demás seres que pueblan mis noches.
A estas alturas estaríamos regresando de un viaje. A estas alturas estaría quizá empacando para un viaje todavía más largo y permanente. A estas alturas estaría terminando de leer una novela que me regalaron hace varios meses y que no he podido abrir porque, al hacerlo, siento que estoy cerrando una de mis últimas válvulas de escape. A estas alturas estaría montada en la bicicleta —tengo ya el casco puesto—, pero me puse a escribir. A estas alturas, fíjense qué novedad, es...
A estas alturas estaríamos regresando de un viaje. A estas alturas estaría quizá empacando para un viaje todavía más largo y permanente. A estas alturas estaría terminando de leer una novela que me regalaron hace varios meses y que no he podido abrir porque, al hacerlo, siento que estoy cerrando una de mis últimas válvulas de escape. A estas alturas estaría montada en la bicicleta —tengo ya el casco puesto—, pero me puse a escribir. A estas alturas, fíjense qué novedad, estoy aprendiendo italiano en Duolingo por culpa de Fellini y La città delle donne.
Volviendo a las preguntas, ¿cómo vuelvo a leer? He descubierto que tengo que confeccionar un nuevo método de lectura. Leo a sorbos. Y no leo: releo más bien. Reviso los libros ya leídos y busco las páginas. Yo sé cuáles. Me acuerdo de aquel monólogo de Sarah Kane en Crave y sé a qué época de mi vida corresponde. Me acuerdo de una página de Le Rouge et le Noir, de Stendhal, sintiendo el vuelo de los murciélagos que aleteaban mientras leía la novela a mis 13 años, escondiendo la linterna y hundiéndome entre las sábanas porque las sombras que se dibujaban en la ventana de mi habitación me daban un poco de —o bastante— miedo. Me acuerdo de un poema de Sabines y adivino también cómo crucé aquel puente acompañada de su melodía. Voy sacando, una a una, varias novelas de la librera solo para leer uno o dos párrafos. Es mi nuevo método. Porque el viajar —sí, lo sé, Claudio Magris– es infinito. Acaso en el confinamiento no dejamos de viajar hacia adentro porque los sonidos de la vida cotidiana son otros. O tal vez no. Tal vez simplemente se hicieron más agudos, tanto que puedo distinguir la cadencia de los silencios, que son como cantos de sirenas. Sale entonces a escena un joven Tim Buckley con su melena revuelta y lo invade todo.
Es comprensible que el sentimiento de estar atrapados aflore. ¿Es demasiado tarde?, también me preguntaba hace unos días. Los significados del tiempo se tuercen. Si acaso, inventamos nuevos tiempos y, al menos virtualmente, expandimos nuestros espacios cotidianos. El covid-19 es una patología asociada no solo al tiempo, sino al espacio, a un virus que coloniza nuestros cuerpos. Sus metáforas principales hablan de conceptos territoriales: se dice que el covid-19 «se extiende» o que «prolifera», que hay que contenerlo y, por ende, «confinar» nuestros cuerpos. Las mentes, ellas, no claudican. Sueño. Sueño mucho. Sueño que estoy en Serbia y que me encuentro con un escritor y su familia. Sueño que estoy comprando en un mercado de Mongolia junto con un amigo hindú. Sueño que, después de muchos años de complicidad, una amiga y yo inauguramos un instituto en París. Sueño con mis hijos muy pequeños. Sueño contigo, por supuesto, sea quien seas ahora. ¿Es demasiado tarde para nosotros? ¿Es demasiado tarde para esta tierra desangrada? Me lo pregunto también porque tengo dos hijos adolescentes. Al mayor le digo: «Aprende a vivir en tu piel, nada más que en tu piel». Vivir con poco, lo necesario. Pero, luego, ¿qué es lo necesario? Pregunto. Pregunto siempre. Tal vez habría que empezar por deshacernos de las certezas. «Hoy puede acontecer cualquier día», decía Séneca. Observando confiada a mi hija que sostenía unas tijeras en su mano izquierda, dispuesta a trasquilarme el pelo sin hoja de ruta, le inquirí con la mirada: «Quítame lo superfluo, niña clarividente. Después, ya veremos».
Karen Ponciano
Autor
Karen Ponciano
/ Autor
Doctora en antropología social. Nómada por catorce años y neo-sedentaria ¡por fin! en su tierra natal. Fascinada por acompañar a sus hijos en el arte de descubrirse a sí mismos y a su entorno. Obstinada, lectora y bailadora incorregible. Es directora del Instituto de Investigaciones del Hecho Religioso de la Universidad Rafael Landívar, pero escribe a título personal. Se ha interesado por estudiar la relación entre organizaciones campesinas e Iglesia Católica en Guatemala durante los años sesenta y setenta del siglo XX. Actualmente incursiona en los procesos de diversificación religiosa en la Costa Sur. Kanskje i morgen quiere decir Tal vez mañana.
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Karen Ponciano
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Doctora en antropología social. Nómada por catorce años y neo-sedentaria ¡por fin! en su tierra natal. Fascinada por acompañar a sus hijos en el arte de descubrirse a sí mismos y a su entorno. Obstinada, lectora y bailadora incorregible. Es directora del Instituto de Investigaciones del Hecho Religioso de la Universidad Rafael Landívar, pero escribe a título personal. Se ha interesado por estudiar la relación entre organizaciones campesinas e Iglesia Católica en Guatemala durante los años sesenta y setenta del siglo XX. Actualmente incursiona en los procesos de diversificación religiosa en la Costa Sur. Kanskje i morgen quiere decir Tal vez mañana.
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