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De Guatebolas a Guateámala

Ningún análisis serio de ciencia política podría negar que el sistema político guatemalteco es elitista.
Confundir “grupos de presión” con “grupos de poder” es un pecado de primerizo.
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De Guatebolas a Guateámala

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Como quien se lamenta el país no está a la altura de quienes vienen estudiados de los Estados Unidos, Lisardo Bolaños Eduardo, Eduardo Fernández, Daniel Haering, escribieron un texto usando una entrevista a Edelberto Torres-Rivas (ETR) en Plaza Pública, tomándola como “una oportunidad para señalar las faltas que despliegan la mayoría de analistas políticos cuando expresan sus opiniones a través de medios de comunicación”.

Los autores admiten en el artículo de la revista Contrapoder "Guatebolas como ciencia política" que una entrevista puede no ser representativa, ni tampoco escoger a ETR, para ilustrar el estado actual de las ciencias sociales en Guatemala, pero al usarlo es como si dijeran: "¡sí así está lo más visible cómo estará lo por debajo!". No en balde los autores confiesan que “es frustrante hacer Ciencia Política en Guatemala” porque, aseguran, no hay una ética discursiva.

Si no fuera porque comparto la preocupación de dichos autores por la baja calidad de la educación universitaria en Guatemala, y por ende, el de las ciencias sociales, el tono de su denuncia me sonaría a la terapia de la angustia de Jesús (en Lucas 13:33) cuando reclama contra quienes no aceptan su estatus mesiánico. Es decir, a una pontificación más que a una orientación de temas para elevar dicha calidad.

Y hay que añadir que el estado actual de la educación superior tiene que ver mucho con la falta de financiamiento y planes para la investigación tanto como por la decisión de las élites económicas de meter a las universidades, con las reformas constitucionales de 1994, en las decisiones políticas de las magistraturas del Estado a todo nivel, lo cual corrompió sus fines. Si no que lo diga la jueza Claudia Escobar.

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Como sea, el texto aludido de Bolaños/Fernández/Haering cae en el mismo problema que denuncia, además de que por momentos parecería que los autores no están actualizados el debate entre la sociedad civil y la académica en torno a varios temas que se han venido realizando, como el tema electoral-constitucional.

Vamos por pasos

En primer lugar los autores no señalan nunca la diferencia explícita entre las ciencias políticas de altura (a la que aspiran) con respecto al análisis político ordinario, que de suyo ya son dos cosas distintas, con respecto al conjunto de analistas políticos y al proceso de formación de opinión pública que cada uno o el conjunto aborda. Mezclan todo y le aplican el mismo esquema como a un ceviche.

Y al no caracterizar los inputs y outputs de los ámbitos predichos, dejan más confusión sobre cual es en realidad el estado actual de la Ciencia Política en Guatemala y cuál en realidad el objeto de análisis de estos autores, de donde se deduce que solo era ETR.

Alguno podría alegar que la falta de rigor se debe que publicaron su “análisis” en una revista no académica, sino en una de tipo comercial, de origen y formato elitista (aunque en ella laboren periodistas serios). Que no haya revistas más formales para estos debates podría, a la larga, darles la razón de lo mal que están las ciencias sociales.

Otra explicación posible a esta confusión incurrida en los autores es la de que jamás hicieron un trabajo de campo para establecer su diagnóstico descifrado en sus seis puntos de abuso en la Ciencia Política guatemalteca (o del análisis o de analistas o columnistas políticos). Esa ausencia de trabajo de campo llevaría a deducir que también incurrieron en la pura intuición o sesgo ideológico de sus respectivas casas matrices (el CIEN y la Escuela de Gobierno del Consorcio Multiinversiones).

Uno podría suponer que al establecer los autores que “el resultado de dichos análisis entorpecen el conocimiento de la realidad donde vivimos. Sin ser exhaustivos, incontables columnas y artículos de izquierda a derecha del espectro ideológico guatemalteco se caracterizan por” es el producto de un honesto trabajo hemerográfico y de análisis comparativo y semiológico para determinar que tanto columnistas de derecha como de izquierda (no todos politólogos o sociólogos de profesión) caen por igual en el mismo patrón que ellos denuncian sobre el mal manejo de las categorías de las ciencias políticas.

Asumamos que sí hubo rigor entre los tres autores y compartieron por pares sus conclusiones. Aun así, el texto ya revela una generalización no académica. Una combinación de falta de datos y no actualización con el verdadero estado actual de las ciencias políticas en Guatemala.

Por ejemplo, el debate sobre la situación de nuestro régimen electoral está tan avanzado que la afirmación de que “Sería interesante abrir debates académicos y sociales alrededor de la representación, de qué sistema electoral sería mejor para promover la auditoría social, de cómo deberíamos entender la relación entre agentes –representantes políticos en todos los niveles– y –ciudadanos”, más parece la insinuación sobre un modelo en particular (el sajón, supongo) que la constatación de hacia dónde apunta el debate actual sobre ese tema en nuestro país, una discusión muy activa en los últimos años.

Dicha falencia sería explicable solo si acabas de venir de estudiar del extranjero o no tomas en cuenta las distintas posiciones ya explicitadas a este respecto en el país.

Veamos otras

1) “Deficiente análisis de élites”. Al contrario. Ningún análisis serio de ciencia política podría negar que el sistema político guatemalteco es elitista. Ahora bien, los autores apelan a algunos clásicos de la teoría de las élites para alegar que no hay solo una sino muchas élites y competitivas entre sí. Aunque no lo citan, es Pareto con quien está más cercana su posición. Que otros tengan una visión distinta puede no ser una deficiencia, sino una diferencia epistemológica.

Pasa que la idea liberal-paretiana de las élites es una explicación autocomplaciente de las mismas élites. Lo que en todo caso hay en Guatemala es que entre prevalece una concepción más cercana a Wright Mills (que no Michels, como los autores indican) que a W. Pareto.

En Pareto, cualquiera con dotes de superioridad en cualquier campo es parte de una élite. En tal sentido hay tantas élites como individuos diferentes a la masa. Está de más señalar su condición evolutiva e individualista de la misma.

Por eso no extraña cuando algunos personajes de la derecha me dicen en tono condescendiente: “es que tú también eres élite, Alvaro” argumentando que la formación universitaria y/o tener una columna de opinión me hace elitista de facto. Ergo la idea de que yo debo ser contado de la misma forma y peso que un Juan Luis Bosch o Dionisio Gutiérrez sería una teoría política razonable y objetiva, según algunos.

Desde luego que si todo el mundo habla de las élites locales como automáticamente refiriéndose a la oligarquía local, lo que los ideólogos orgánicos a ella necesitarían, sería deconstruir que la sociedad guatemalteca no es ni piramidal ni la oligarquía central tiene tanto poder como lo suponen las clases subalternas. Pese a las evidencias. Pero como dice la sabiduría popular: “el más interesado en negar que existe es el mismo Diablo”.

O sea, esa pretensión de elitismo horizontal lleva una carga ideológica engañosa, cuyo fin sería diluir costos políticos de quienes de verdad tienen el poder concentrado. No obstante, hay que hacer ponderaciones entre élites, grupos de presión y movimientos sociales y entre otras diversas clases de organización en la sociedad civil.

En todo caso, está bien establecido que la teoría de las élites no es uniforme y sus autores más representativos tampoco, además de que las ciencias políticas no han sido nunca neutrales, aunque algunos intenten herramientas más o menos comprensivas en la disciplina.

Que Guatemala exhibe una democracia elitista y un Estado que funciona para las minorías plutocráticas debe ser estudiado y denunciado una y otra vez por las ciencias sociales críticas.

2) “Utilizar los poderes ocultos como concepto (…) Un concepto casi mágico que permite describir todo y explicar nada”. Aquí hay una recurrente invocación de las ciencias políticas (como diría Carlos Mendoza en Plaza Pública avalando a los autores), que “lo que no se puede medir no existe”, muy propio de las ciencias políticas estadounidenses y sajonas sujetas al neopositivismo, pero no necesariamente cierto.

Otros más extremistas como el liberal austriaco Keneth Minogue (Teoría pura de la ideología, GEL 2002) llega a concluir que detrás de las “teoría de la conspiración” (que es como algunos clasifican el análisis de clase, o de intersubjetividades o de las teorías de redes sociales y de élites) solo es el signo de agendas de grupos antagónicos que solo aspiran al poder.

¡Por supuesto! Si el poder está en disputa, las ciencias políticas deben visualizarlo y explicarlo, aun a costa de no poder comprobar todo. Cosas como la corrupción, tráfico de influencias, trust oligopólicos, conspiración de los servicios de inteligencia, etcétera, son difíciles de demostrar a través de la metodología del neoinstitucionalismo, por ejemplo, o de la teoría de sistemas.

Más bien hay que acudir a otras herramientas para reflejar cómo los pactos extraparlamentarios, de los que nunca dejan huella, se imponen al peso de las urnas o de la simple revisión textual de las leyes, por ejemplo.

A este respecto los autores del texto nos dicen que: “Una herramienta más interesante, más útil para comprender la realidad, puede ser el concepto de lobby o grupos de presión”, en donde puedes poner en el mismo rango de posibilidades a “grupos de presión con ideología empresarial, sino también es típico de oenegés, de organizaciones de izquierda, indigenistas, ambientalistas, feministas, etcétera.”

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Agregan que sería “necesario desarrollar mapas de grupos de presión para tener mejor información sobre qué características posee el proceso político competitivo en nuestro país”. Esto ya se realiza desde diversos thinks tanks privados y organismos públicos, informes no siempre públicos.

Pero aquí los autores no son ingenuos o quizá sí. Porque confundir “grupos de presión” con “grupos de poder” es un pecado de primerizo. ¿Quién no quisiera el inveterado poder de veto de la oligarquía en casos judiciales, tributarios y de economía? Que grupos como Fundesa y Cien puedan tener cabildeadores de tiempo completo no puede ser tasado de la misma manera que el derecho de petición de un grupo feminista o campesino.

Por lo demás, un simple mapeo de actores, si bien es útil para la toma de decisiones, es más para analistas políticos y operadores que para cientistas políticos; porque el mapeo tendría que acompañarse con hipótesis no siempre medibles y con procesos diacrónicos, saldos y pronósticos diversos.

El hecho es que la democracia complejiza la toma de decisiones políticas y económicas, porque como dirían Anthony Downs o Mancur Olson las decisiones democráticas elevan los costos, por lo que quejarse del exceso de facciones y concesiones y por ende, de pluralismo, es también un asunto de poder económico. Democratizando uno se alcanza el otro.

En nuestro medio, a esto algunos buenos lo llaman “competencia entre iguales”, pero otros malos lo llaman “oposición terrorista”.

3) Marcos teóricos.

En este punto los autores llaman a la necesidad de ser flexibles en el uso de metodologías y parecen decantarse por el análisis sistémico o de un “liberalismo realista”, a lo Ángelo Panebianco, que toma en cuenta factores estructurales tanto como los de orden individual.

Pero si tienes un marco teórico preferentemente individualista o uno que toma en cuenta los grupos sociales organizados y sus intereses, puedes no confundirte con pasajes como el siguiente: Quique Godoy en su programa de radio al entrevistar a José Miguel Torrebiarte presidente de Fundesa, sobre el Enade 2014, le dice: “¿ustedes como sector empresarial han pensado…?”. A lo que el entrevistado respondió: “no somos empresas sino individuos preocupados por las políticas públicas”. En rigor ambos tienen razón. Pero para el análisis, ¿qué marco teórico usarás?

Algunos alegan que la oligarquía ya no manda porque ya pasó una ley tributaria en 2012 o porque las leyes de Fundesa están cuesta arriba o porque la Ley Monsanto se cayó, y que más bien lo que domina ahora son los grupos mafiosos, crimen organizado y narcotráfico. Francamente un científico político que no visibilice el conjunto de los factores relevantes junto a los mecanismos de cohesión o distorsión social no sería serio.

A manera de conclusión

El tono general de la nota de los autores citados da lugar a estar de acuerdo que en el mundo del análisis político guatemalteco hay mucho farsante y mucho empirismo. Pero son ámbitos distintos el mundo del análisis en un ambiente tan polarizado como el nuestro a la ciencia política, lo que no excluye la ética del compromiso.

De igual manera, no es lo mismo la alta política a la baja política que se practica ahora mismo en los principales centro del poder del Estado guatemalteco. Pero en cuanto al contenido de la enseñanza, ciertamente no se puede comparar el ambiente académico guatemalteco con el de los Estados Unidos o Europa.

Con todo, a varios de los autores científicos que el texto cita para explorarlos he visto que se los usa por igual tanto en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos como en otras universidades privadas, a cual más rigor. La diferencia la va a hacer siempre el énfasis en el financiamiento en investigación y personal docente de calidad, para que la producción intelectual fluya libremente.

Hay razón también en que Guatemala estará por debajo del Rankin mundial mientras su énfasis sea el dogma ideológico que las ciencias propiamente dichas.

Lo que no se puede pedir a las ciencias políticas en particular y sociales en general es la carencia de un compromiso ético con un paradigma y un sujeto social. Lo cual nos lleva a no auto engañarnos sobre Guatemala, que no debe ser ni Guatebolas ni Guateámala sino una, democrática y diversa.

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