Están las ideológicas, que clasifican a los otros entre izquierda y derecha. En Guatemala, el uso de este tipo de fórmula alcanza niveles insospechados y ridículos. Basta con reparar en el actuar de algún ídolo de la izquierda para que te tachen de traidor derechoso. Por el contrario, si en un simple desliz de tu léxico dijiste las palabras justicia o equidad, quedas tachado por el resto de tu vida como comunista izquierdoso.
Quizá la división más mundana y humana la hizo García Márquez, quien dijo que las personas nos dividimos entre los que cagan bien y los que cagan mal. Esta sería quizá la etiqueta más exacta y apropiada para definir a muchas personas. Desafortunadamente, no acostumbramos a hablar de este tema en público. Y seguramente, si lo hiciéramos, igual acá algunos dirían que el fulano es un comunista estreñido (seguro como agravante) y que el otro es un libertario que caga sin apuro en cualquier parte (como correspondería si su trasero se comportara en correspondencia con su cabeza).
Para salir del plano ideológico y digestivo, propongo otra dicotomía que rige nuestro cotidiano aburrimiento. Se trata de los perrolovers y los gatolovers. Un debate que trasciende tiempo, fronteras, ideologías e incluso sistemas digestivos.
A los propietarios de perros se les endosa una personalidad dominante y posesiva. Se dice que son controladores o que les gusta serlo. De ahí que prefieran a los caninos, ya que ellos suelen ser dependientes y casi sumisos con el amo. A los perrolovers les atrae el poder que un silbido, un chasquido de dedos o una mirada tiene en el animalito.
Por su parte, los dueños de los gatos se autodefinen independientes, liberales, individuos que no dan ni exigen afecto con facilidad, sino solo cuando así lo quieren. Igual que el gato mismo, que te busca cuando quiere que le des una caricia, pero que de ninguna manera va a llegar a tu lado solo porque lo llamaste para darle afecto. Al perro le das un nombre, y él responde a ese llamado. En cambio, nombrar a un gato es un proceso burocrático requerido por el veterinario para darle el carnet de vacunas. Es inútil perder la cabeza pensando en el nombre del felino cuando al final te das cuenta de que el animalito no atiende a nombre alguno, no reconoce amo y no sigue instrucciones. El gato no llega a tus rodillas porque lo llamaste. Llega a tu regazo porque quiere afecto y se largará cuando le dé la gana.
En mi familia hemos tenido de todo: perros, gatos, tortugas, pececitos, iguanas, hámsteres y hasta una culebra que se llamaba Chucho y comía ratones (así de antagónico como suena). Ahora tenemos dos gatos (una parejita de castrados felinos). El Negro (también le decimos el Guapo o simplemente el Gato) es un verdadero arrabalero con ascendente académico landivariano. Como hijo subversivo de ese campus, no responde a ningún dios y su erudita formación queda en entredicho cuando lanza zarpazos y mordiscos. La Mirrurra es la hembra alfa. Mi hija menor le dice Perra, y la gatita le responde con un miau. Ella es dócil, ágil, sexi. Y cuando mi esposo le abre la puerta para que entre a una habitación, la gata le responde con un «mía mía» suavecito, que nosotros estamos seguros de que significa gracias en gatuno.
Nosotros somos una familia de liberales, progresistas, amantes de los animales, y solo yo cago bien.
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