Es un país de notas rojas y periodismo sensacionalista. Ejemplo de pobreza, de corrupción, de muerte e injustica. De donde muchos se van y a otros se les recomienda no venir.
Mi nombre es como el de que cualquiera (me dijeron hace poco que hay alrededor de dos millones de Marías en mi tierra) y aunque lleno el gentilicio que me corresponde cuando me preguntan mi nacionalidad, no sé muy bien qué significa al día de hoy. Aunque supongo que no hay palabra vacía de contenido. El lenguaje también nos construye de manera individual y nosotros construimos el lenguaje que a su vez construye a la humanidad, al hombre y a la mujer. Es decir, tengo alguna idea de lo que quiero que signifique ser de donde soy.
Hablar de nación hoy es problema de donde vengo. Como resultado del movimiento histórico y económico mundial, las identidades están al centro de los problemas de mi época. No se consolidó nunca una identidad nacional, a no ser la del guatemalteco como proyecto político y económico del criollo-terrateniente-oligarca. Pero nunca se podrá alguien sentir orgulloso de ser esclavo, de ser visto de menos, de ser ninguneado. Dudo por eso de las identidades que se planean a pasos por seguir: uno ser ladino, dos hablar español, tres aprenderse el himno… La historia nos muestra que ha sido un error: los Estados-nación han fracasado, y ahora el Estado del mercado busca una nueva identidad que no se preocupe de los detalles culturales, luchas políticas, nombres, denominaciones, mientras se compre, se compre, se compre… Tal vez, la identidad misma es algo que se ha convertido en mercancía. ¿Cuánto vale ser de donde vengo? Una cerveza, un casi siempre malogrado juego de futbol, un cantante que ofrece letras cursilonas y enlatadas.
La identidad es producto, según yo me veo, de una historia y de un presente que se vive a diario. A todos nos ha tocado vivir en algún lugar y en algún momento: me he ligado con esto que llaman territorio. El territorio es la relación que tengo con mi entorno, con mi ciudad y los que están ahí, con la gente de carne y hueso con la que compartimos lo colectivo de mi identidad, sin quien no hay tradiciones, no hay voz posible. De donde vengo, están a los que quiero y admiro. Mi identidad son ellos. Alguien me dijo que soy pasado (de colonialismo, de guerra, de dictaduras, pero también de luchas y resistencias, de esperanzas y de voces alzadas), y también soy presente (de conflictos e indiferencias, de bajezas y vergüenzas, pero también de las posibilidades de cambio y pasos pequeños a otros presentes). El futuro si lo hay, pues también será decisión mía. Yo construyo identidad que no imposibilite determinarme a mí misma y de contribuir a decir que quiero cambiar del lugar en donde me encuentro.
Soy historia (y que es imposible negar), territorio, cotidianeidad. Cuando no hay Estado del cual sentirse orgulloso, queda siempre la gente y es tal vez ahí donde encontraremos nuestra identidad. En la posibilidad de ir en la calle y que se rían con una, de entrarle “al párrafo” en plena cola para sacar el DPI, en reír a carcajadas libres un lunes por la noche con las amigas, en aprender de los 48 cantones en voz de Santos. No importa si su nombre significa árboles o suelas de zapato.
Cuando es la vida con nombres y apellidos la que se pone de frente, la identidad política se vuelve ante todo el compartir principios éticos que nos distingan realmente. Ya no creo que sea tiempo de sentirnos orgullosos de una independencia, o de mitos que nos han hecho daño como sociedad. Pero tampoco creo que dejar de estar orgullosos sea la solución. De donde vengo, se puede también estar orgulloso de la gente que no baja los brazos y que resiste. Aunque esa es una identidad que no es oficial, si es muy verdadera y diaria.
Más de este autor