Por ello, el hecho de que en un municipio se confundiera el rostro de Dolores Bedoya con el de Frida Kahlo en una manta durante el desfile del 15 de septiembre, sumado a los memes alusivos al acto, más que enojo o frustración, haya provocado una suerte de resignación, incredulidad, asombro. En fin, más benevolencia que enojo o malestar.
Así pues, en esta ocasión no me referiré ni al hecho del desfile ni a la celebración de una independencia que no existió ni a otros tantos temas que están relacionados con este significativo día.
Hablaré, sí, de lo que se dice y comenta sobre educación, pero que se queda en palabras porque, en realidad, poco o casi nada puede hacerse ni en el presente ni a mediano ni mucho menos a largo plazo: la educación formal, sea pública o privada.
Es decir, para quienes en sus redes, por ejemplo, comparten información sobre lo que se hace mejor en otros países (y obviamente no se hace en el nuestro), para quienes repiten que «la educación solucionará nuestros problemas», este es un buen momento para reflexionar sobre algunas cuestiones.
Me referiré solo a unas cuantas.
En principio, es obvio, real, concreto, que los problemas de la educación en Guatemala no se solucionarán ni a corto ni a mediano ni a largo plazo si seguimos como estamos. Ello es así porque básicamente no existe de parte de las autoridades correspondientes, ni las que salen ni las que entrarán en pocos meses, un verdadero interés por cambiar dicha situación. Esto puede corroborarse con facilidad al observar qué funcionarios trabajan en el Ministerio de Educación, en las distintas direcciones y oficinas, y quiénes igualmente pronto serán nombrados para ocupar dicha cartera.
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Asimismo, el presupuesto asignado a este rubro no se compara, ni por asomo, con el asignado al Ministerio de la Defensa, por mencionar solo un caso. Sin dinero suficiente, sin políticas públicas que promuevan proyectos viables de larga duración, las cosas seguirán siendo, con suerte, mínimamente paliativas. La no inversión en educación implica, entre muchísimas cuestiones más, que no exista una infraestructura adecuada, que los niños no tengan acceso a una refacción digna, que los maestros no estén bien pagados y que estos mucho menos tengan acceso a una capacitación efectiva y constante. Además, esta situación de mediocridad pública (con honrosas excepciones) favorece el negocio de las instituciones educativas privadas, la mayoría de ellas con menos controles y más vicios y explotación de los maestros e incluso de los padres de familia, que deben pagar cuotas exorbitantes y comprar materiales innecesarios o subutilizados para que fluyan los activos de las empresas educativas, que, por cierto, además, están exentas del pago del IVA.
Como si lo anterior no fuera suficiente, tampoco existe un verdadero interés ciudadano por que dicho escenario cambie. En algunos sectores se lleva a cabo una crítica al sistema, pero hasta ahí. En otros se realizan programas alternos, la mayoría de ellos esfuerzos que, si bien son importantes, no trascienden porque están dispersos y, una vez terminado el financiamiento que los hace posibles, pasan al cajón de los recuerdos.
Tampoco el país, como Estado, vela por que se cumpla el mandato constitucional de la educación de manera mínima. Esta forma de actuar no es una excepción, por supuesto, sino la manera en que usualmente se asume cumplir con los derechos que nos darían la oportunidad de ser un país diferente.
Así pues, es una ilusión creer que las cosas puedan mejorar. Lo que sí es una verdad a todas luces evidente es que se están modificando para empeorar. El retroceso que ahora vivimos, propio de las condiciones particulares del neoliberalismo por las que atraviesan el mundo, Latinoamérica y Guatemala, está perjudicándonos de manera inexorable.
Ante el estupor de lo que nos está pasando, muchos aún no hemos salido del asombro. Ojalá logremos despertar a tiempo. El tema de la educación, digo parafraseando a Tito Monterroso, es apenas una parte del gran dinosaurio que desde hace ratos está aquí.
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