Siglos enteros de otorgarle valor intrínseco al ser humano por su existencia, y esa frase se los bota en boca de una actriz en una película de superhéroes. Nos encanta juzgar nuestra vida desde adentro. Es un tema recurrente conmigo: nosotros solo podemos ver las cosas desde nuestros propios ojos y solo tenemos una realidad. El universo se mueve necesariamente alrededor de nuestra percepción porque nos es imposible salirnos de nosotros mismos. Ni los que se bilocan se dejan del todo. Allí van. Ellos y su conciencia. Pero, por esa misma imposibilidad de abrir nuestro cerebro para meter al resto de los seres, no podemos compartirlo por completo, y nuestras intenciones, las emociones que van detrás de las palabras, los sentimientos y valores con los que actuamos, solo se hacen visibles y concretos con lo que hacemos.
Las acciones tienen valor objetivo. El dolor es dolor. Es dolor. Y, aunque el hecho de que lo que hacemos afecta a terceros no puede ser el motor principal de nuestras vidas, todo tiene consecuencias que van mucho más allá de lo que teníamos en mente. Muchas veces, incluso, causamos exactamente lo contrario de lo que queríamos. Así, no sirve de nada que nuestras intenciones sean las mejores. Bien dicen que son el mejor empedrado para llegar a ese lugar caliente y lleno de círculos descendentes que no es Guatemala ni el camino a Chimaltenango, pero que se le parece.
El ser humano es un ser anfibio que vive en dos mundos diferentes a la vez: el interior, donde está solo y que lleva todo su ser, y el exterior, que comparte con sus congéneres y donde está fraccionado. Lo interesante es que somos entes esencialmente sociales, que necesitamos de la compañía de los demás incluso para nuestra propia sanidad interior. A pesar de que nuestra naturaleza íntima es solitaria porque nunca la llegamos a compartir del todo, tenemos en nuestra composición el impulso de vivir acompañados.
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Por eso es que las leyes, en principio, se circunscriben a los resultados de las acciones sin consideración de lo que va detrás. Un robo es un robo. Un asesinato es un asesinato. El poder se restringe precisamente porque se considera peligroso sin frenos. La humanidad ha visto demasiadas veces a iluminados con las mejores ideas masacrar a millones de personas por preservar un ideal. Eso es insostenible.
Y esto es igual de válido para las relaciones personales. Yo puedo querer entrañablemente a alguien y demostrárselo a mi manera. Pero, si esa manera no le resuena, no le hace sentirse querido, apreciado, valorado, si mi forma de querer lastima, no me sirve de nada. Soy una mala pareja. Al menos para esa persona.
Vivir de acuerdo a nuestros principios y expresarlos de manera que las consecuencias sean eso, consecuentes con lo que pensamos, es una de las metas principales de los humanos. Y es casi una tarea imposible. Lo miro cuando les digo a mis hijos que no me hablen con la boca llena de comida, pero con la voz toda apagada por el pedazo de carne que aún mastico.
Quisiera decir que el remedio es entender a los demás en su interior, ejercer la famosa empatía y ponernos en sus zapatos. Pero eso no siempre se puede. Ni siquiera es siempre deseable. La intimidad no se puede generalizar. Dejaría de ser eso: íntima.
Siempre es una cuestión de balance. Conocernos y lo que sentimos y poder expresarlo como se entienda. No todos podemos ser Batman y vivir como Bruce.
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