Esa amabilidad complaciente guarda, en silencio, rencor. Es la eterna venganza del codependiente, que deja que le pisoteen y aguanta con una sonrisa, que esconde odio y resentimiento. Estamos tan acostumbrados a que nos insulten y nos maltraten que ya lo aguantamos con resignación.
Pero esa resignación se vuelve rabia y cuando vemos que alguien más débil puede ser paciente de nuestros rencores nos convertimos en abusadores. Así el círculo complaciente de la codependencia se vuelve adicción, nos dejamos maltratar porque queremos ser maltratados y justificar nuestro odio visceral hacia el otro. Por eso, es culpable el que maltrata, porque a través del trato vejatorio, ya sea físico como verbal, resiente padecimientos propios que nunca sanaron y recrea el eterno sistema de la humillación. Me da igual que sea hombre, mujer, indígena o niño; nadie queda libre de este pecado social que es el abuso a los demás.
Somos una sociedad abusiva. Los casos de niños maltratados, en las escuelas, en las casas. De mujeres insultadas en los trabajos, en el transporte público. De hombres vejados en cualquier lugar; se cuentan por miles. Nadie está exento de esta violencia cotidiana que es tan grave como la delictiva. Las personas que ejercen este maltrato sistemático son deleznables. Pero también son culpables quienes lo permiten. La primera vez te pegan o te insultan por inocente, la segunda por menso, la tercera por cómplice. El maltrato repetido, como el que como conjunto social vivimos, es una adicción que tiene dos culpables, el maltratador y el que se deja maltratar.
En la vida tenemos que fijar límites, líneas imaginarias que no se pueden traspasar bajo ningún concepto. Como decía el Che Guevara, “prefiero morir de pie que vivir de rodillas”. Pues a aplicarse el cuento. Hay que decir; ¡Ya basta!, a esta constante permisibilidad. Estamos preocupados porque en los colegios los niños están maltratando a sus compañeros, es el famoso bullyng. Pero el bullyng no solo se padece en las escuelas. Se padece en los hogares, en los trabajos y en las comunidades. Y son tan culpables los que lo infieren, como los que, conscientes de padecerlo, lo permiten en repetidas ocasiones. Pero, sobre todo, los mayores culpables son aquellos que viéndolo desde fuera, como padres, como responsables en las escuelas o los lugares de trabajo, lo permiten sin pena.
Mientras sigamos siendo permisivos con este tipo de acciones violentas y no sepamos distinguir entre la protesta y el irrespeto; no distingamos cuando alguien ejerce su justo derecho al reclamo y la imposición incorrecta de la fuerza; estamos perdidos. Si queremos terminar con esta sociedad violenta, hay que poner topes a esa fina línea entre la queja y el insulto, la amonestación y el golpe. Digamos todos juntos: ¡No más a la violencia en todas sus expresiones! Empecemos en nuestros hogares, en nuestras escuelas, en nuestros trabajos. Mañana será en nuestro país.
Aquellos que maltratan, humillan o discriminan solo replican modelos aprendidos de sus mayores. Según estudios realizados por UNICEF, la conducta violenta se aprende, pero eso no justifica los comportamientos abusivos. Si queremos que la violencia termine, empecemos por no permitir los actos de maltrato cotidiano.
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Por razones laborales, no he estado escribiendo columnas las últimas semanas y no podré hacerlo por algún tiempo. Quería aprovechar esta ocasión para despedirme, por el momento, de todos aquellos que han leído mis columnas. Ha sido un gran placer contribuir a la generación de opinión y a la discusión de temas que considero relevantes. Me disculpo por no poder continuar con este ejercicio que considero tan grato, pero espero que en futuras ocasiones podamos seguir fomentando este dialogo que tan amablemente ha propiciado Plaza Pública. Mil gracias.
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