Doña Concha se encargaba de preparar las tres comidas de lunes a viernes. Los fines de semana, cuando se iba de descanso, comíamos lo que nos ella nos dejaba preparado, lo que se ajustaba con algo que mi mamá nos preparaba, como esos hichintal envueltos en huevo con recadito frito que ahora añoro; o los huevos revueltos con tomate con los que mi papa salía a batear en casos de necesidad. Admito que esperábamos con ansia los fines de semana pues sabíamos que a falta de cocinera, podíamos pedir comida chatarra o algunos gustitos, especialmente un par de piernitas de ese pollo tan guatemalteco como tú.
Prefería sin embargo cuando salíamos a comprar tostadas, rellenitos de plátano y atol de elote a la Iglesia de Esquipulitas, donde nos sentábamos a la sombra de esa ceiba tan característica de la calle Mariscal; o al final de la Avenida de las Américas, en la Plaza Berlín, viendo aterrizar los aviones, pescueceando para ver a los amantes darse besos de melcocha. Así, aparte de ayudar a cocinar en días festivos, sobre todo para Navidad envolviendo los tamales o ayudando a mis tías a preparar galletas para la Noche Buena, no era la clase de “educación para el hogar” en bachillerato, esa que debía prepararnos para ser buenas amas de casa, la que me proporcionaría algún incentivo culinario. Yo prefería irme de capiuza y sentarme a charlar con mi amiga frente al busto de Dante Alighieri, en una plazuela escondida en las calles arboleadas de la zona diez, envidiando a mis compañeros de clase pues ellos sí que aprendían algo práctico e interesante en la clase de “artes industriales”.
Pero algunas cosas cambian para que no sigan igual. Y el itinerario inmigrante fuerza algunas veces a transgredir o renegociar territorios y espacios nunca imaginados, incluyendo los de la cocina. Los varones que viajan solos tienen que agenciárselas para cocinar u ocuparse de las labores domésticas por ellos mismos; y en las familias, todos tienen que aprender a colaborar más en las tareas domésticas pues la servidumbre está reservada para las familias muy adineradas. En mi caso, aprender a cocinar saludablemente se ha vuelto una prioridad, transformada en un pasatiempo terapéutico durante la inclemencia de climas extremos y un disfrute en las estaciones cálidas después de recorrer los pasillos del “mercado de los granjeros” con legumbres frescas y variadas.
Es (re)aprender a degustar y apreciar la cercanía con los alimentos y un reencuentro con mis raíces pues si bien no se trata de los mercados coloridos y abundantes de mi barrio y otros emblemáticos mercados a lo ancho del país, no por ello dejan de ser lugar de encuentro e intercambio. Los alimentos son, como dice José Luis Vivero: “un pilar fundamental de la cultura y las civilizaciones. La recolección, cultivo, preparación y consumo de alimentos representa un acto cultural”. Esto no se hace tan latente como cuando uno emigra al norte y descubre que la billonaria industria alimentaria es la principal causante de tantas enfermedades cardiovasculares y de obesidad, además del efecto dañino en el ambiente. Así que también se transforma en un acto de resistencia y un acto de consciencia sobre la sostenibilidad del planeta.
Si en mis épocas de colegiala y universitaria, la crítica era contra cualquier signo de supeditación y sumisión al varón, entre ellas las faenas del hogar (lo cual dicho de paso no deja de ser válido), la readaptación a nuevos roles como inmigrante me hacen (re)apreciar el feminismo de una manera diferente: sigue siendo espacio de desafíos y lucha, pero uno que conlleva colaboración y constante diálogo con los varones o figuras patriarcales para recrear los constructos sociales que al final paran sometiendo tanto a hombres como mujeres. Sigue siendo espacio para escoger, pero dentro de un menú mucho más amplio que no descarta ciertas labores del hogar, entre ellas la cocina. Ojo. Sin romanticismos de tipo alguno, más bien un péndulo constante entre resistencia y negociación.
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