Viajar por esas ciudades oníricas nos recuerda que toda ciudad tiene un alma y se organiza en torno a diseños y estructuras, pero sobre todo alrededor de una mitología y una idiosincrasia propias de sus habitantes, su historia, sus aspiraciones y, claro está, su entramado de poder.
Así, volver a pasear por la capital estadounidense (la capital del mundo como dice un amigo historiador, la del imperio para los más críticos) me recordó la semblanza que el autor otorga en Las ...
Viajar por esas ciudades oníricas nos recuerda que toda ciudad tiene un alma y se organiza en torno a diseños y estructuras, pero sobre todo alrededor de una mitología y una idiosincrasia propias de sus habitantes, su historia, sus aspiraciones y, claro está, su entramado de poder.
Así, volver a pasear por la capital estadounidense (la capital del mundo como dice un amigo historiador, la del imperio para los más críticos) me recordó la semblanza que el autor otorga en Las ciudades y la memoria. No destacan en Washington D.C. las 60 cúpulas de plata y un gallo de oro que canta todas las mañanas, pero sí algunos palacios de la memoria y del conocimiento en la inmensa explanada –o National Mall– que parte desde el Capitolio, como centro desde donde irradia el poder, hasta el monumento del presidente Lincoln. Y hoy por hoy, podemos criticar desde muchos ángulos esa memoria y quién y cómo se escribe la historia, pero más difícil de cuestionar es la visión de sus élites en diseñar un espacio no sólo estéticamente armonioso, sino que también con un propósito cívico y educativo público.
Y es que los museos a lo largo de ese extenso parque bajo la administración de la Institución Smithsonian son gratuitos, en parte gracias al científico inglés James Smithson quien donó su fortuna con el propósito de construir un establecimiento para el aumento y la difusión del conocimiento. Desde la Galería de Arte Nacional, pasando por el Museo Nacional del Aire y el Espacio, el de Historia Natural, hasta el más reciente sobre los Indígenas Americanos, cada día, cientos de escolares y estudiosos de todo el país llegan a la capital para repetir, aprender y/o cuestionar todos esos símbolos y legados que ayudan a construir cierto sentido de pertenencia en el presente y una conexión entre el pasado y el futuro. Uno de estos recintos es el Museo del Holocausto que este año está cumpliendo su vigésimo aniversario.
Adyacente al Mall se encuentran también la serie de monumentos-parque conmemorativos, puntualizando momentos clave de las figuras estadounidenses más insignes (Jefferson y Roosevelt) siendo el más reciente el de aquel líder universal quien hace 45 años fuera asesinado. El (casi) santuario al Dr. Martin Luther King Jr. recuerda su lucha contra el racismo, la injusticia, la guerra y la desigualdad, animando a los jóvenes y otros visitantes a recordar que ninguna reivindicación por demandas y derechos legítimos creció libre de tensiones, luchas de poder feroces y un trabajo persistente por el diálogo y la reconciliación.
Traigo lo anterior a colación ahora que el tema de la memoria histórica está siendo debatido intensamente en Guatemala a raíz del conocido juicio por actos de genocidio. Si alguna lección podríamos retomar de los conflictivos, “polarizantes”, dolorosos pero necesarios debates que se han derivado a raíz del histórico juicio es el de cómo y quiénes van a sistematizar los inéditos aprendizajes que tienen que ver con dicho proceso desde el punto de vista legal, histórico, cultural, sociológico y político. ¿Qué van a hacer las universidades, los centros educativos, los centros de investigación, las organizaciones sociales, las fundaciones privadas, en aras de (re)crear un imaginario social nuevo, incluyente y tolerante?
Como destacan muchos de los pronunciamientos ciudadanos frente a la constante revisión selectiva de la historia, ni las causas estructurales que dieron motivo al enfrentamiento armado han sido completamente resueltas, ni los mecanismos –incluyendo símbolos y espacios físicos– para buscar puentes conciliatorios en la sociedad han sido diseñados e implementados. Nos encontramos pues ante una gran oportunidad histórica de hacer de nuestras ciudades, vecindarios, caseríos y poblados (especialmente donde más se evidenciaron atrocidades y arbitrariedades), espacios de reflexión y (re)aprendizaje para que sean puntos de reencuentro y conciliación de intereses por medio del relato de historias y memorias que nos encaucen hacia proyectos mayores como nación. Seguramente ya hay muchos proyectos en camino. Es hora de empezar a hacerlos visibles.
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