Estaba por escribir una nota sobre el aumento de la población hispana en Estados Unidos y su relevancia a nivel cultural, político y económico en este país, cuando me topé con una columna de Carlos Alberto Montaner publicada en elPeriódico el 28 de marzo pasado. Su columna, 50 millones, se refería a los últimos datos sobre la población hispana recién revelados por la oficina del censo. La columna de Montaner abunda en información incorrecta, empezando con que se queda corto con la cifra proporcionada por el censo: en realidad, el dato que se maneja es de 50.5 millones de habitantes que se autoidentifican como hispanos. Ya de entradita, Montaner borra de un plumazo a casi 500 mil personas.
A diferencia de países como Argentina —donde se paraliza al país durante todo un día para contar a cada habitante— o de Guatemala —donde se censa cada vivienda durante varios días—, los habitantes aquí reciben por correo una boleta en casa para autocensarse y la reenvían a la oficina del censo. Si no la responden, entonces los censores se encargan de visitar estos domicilios. El censo estadounidense sigue una minuciosa metodología y un impecable operativo de información pública. Lleva aproximadamente dos años montar esta operación, con el objetivo de que la población esté claramente informada sobre el propósito del censo y responda su cuestionario apropiadamente para enviarlo por correo. Con ello se trata de asegurar un mayor porcentaje en el conteo de personas y evitar que el Gobierno federal envíe censores casa por casa.
El trabajo de muchos voluntarios comunitarios en poblaciones en riesgo donde usualmente se tiende a obtener menor respuesta —particularmente de la hispana debido a su alto número de residentes indocumentados—, ayudó a que el censo fuera debidamente contestado y remitido por correo a la oficina censal, ahorrándole al fisco millones de dólares.
Sin embargo, a pesar de lo exitoso del censo a que me refiero (sustentado en un cuidadoso trabajo metodológico y de investigación), Montaner no deja escapar la oportunidad para cuestionar algunas de las preguntas del formulario del censo. Con ello trata, quizás, de deslegitimar este mandato constitucional (ahora que está de moda defender la Constitución a capa y espada) a la vez que subestima que Estados Unidos se transforma cada vez más en una sociedad multicultural y multiétnica.
Pareciera que a Montaner le faltó explicar algunos datos, lo cual vuelve infundadas sus principales críticas. Efectivamente, la boleta del censo que el año pasado recibimos en nuestro domicilio contaba con diez preguntas y recogía básicamente datos demográficos para cada persona. Dos de ellas correspondían a la raza o etnicidad con la que se identifican las personas.
Sin embargo, no existe tal “disparate conceptual”, como Montaner indica. Su amigo filósofo que menciona, negro, de origen cubano y de rimbombante apellido Petterson (que a la larga equivale a un Rodríguez o un Mejía) tenía la opción de marcar en la boleta cómo se identificaba a sí mismo. Hubiera podido marcar, en la casilla “raza”, al menos cinco categorías diferentes, incluyendo blanco o negro; y en la casilla de “etnicidad” una que es específica para los hispanocubanos. De igual forma, el presidente Obama podía optar, si quería, autoidentificarse como blanco o bien negro, o bien una combinación de ambas, o bien de “otra raza”. En mi caso, por ejemplo, marqué en etnicidad “hispana”. Tuve la opción de escribir de origen guatemalteco. En “raza” tenía opción de poner “otra raza” y apunté “mixta”. A ninguno se le impone una identidad por apellido.
El uso de estas preguntas no es para confeccionar “una identidad estratégica” y beneficiar a alguna etnicidad/raza sobre la otra, como argumenta Montaner, sino que obedece a una serie de leyes federales que surgieron como respuesta a la segregación racial que existía en Estados Unidos hasta hace apenas 46 años. Estas preguntas existen para asegurar que las llamadas minorías no sean excluidas en la toma de decisión y en las políticas públicas correspondientes a los respectivos estados, ya sea en el diseño de políticas educativas, de salud, transporte o vivienda, o al momento de efectuar la demarcación de distritos electores, con su peso político correspondiente. Además, sin esta pregunta, cómo sabríamos entonces que la población hispana creció en un 43% entre 2000 y 2010, mientras que la población blanca creció apenas 1%. Para algunos, la identidad es una cuestión política, para otros, una quisquillosa realidad que quisieran ignorar.
Montaner quisiera tapar el sol con un dedo y decir que estamos viviendo una era post-racial en la que todos vivimos felizmente y nos reconocemos como seres humanos sin diferencia alguna, y que existe equidad independientemente de etnicidad, origen nacional, raza o género. Nada más alejado de la realidad. Los datos del censo también reflejan las enormes disparidades que existen todavía entre las llamadas minorías y la cultura dominante, anglo-europea. Estas estadísticas son una luz, como diría la colega Vivian Guzmán. Sin esta información, no se pueden focalizar correctamente programas y proyectos de beneficio público.
Es cierto que en nuestros países este asunto de la raza y su clasificación levantan muchos resquemores, y con razón. Recordemos la arbitraria clasificación de los españoles y criollos durante la colonia, y cómo estas clasificaciones sirvieron para marginar a millones de habitantes, especialmente a aquellos de ascendencia indígena y africana, creando segregación, racismo y prejuicio, lastras con las que todavía cargamos en Guatemala. Como tal, estas clasificaciones son constructos sociales artificiales que parecen no tener sentido o parecen inculcar lo que se pretende erradicar. Pero negar diferencias y no darles algún nombre y apellido o pretender que hay homogeneidad (del tipo “todos somos guatemaltecos”), en realidad esconde el riesgo de exacerbarlas aún más al no considerar a importantes sectores poblacionales y excluirlos de los beneficios de las políticas gubernamentales.
Es una lástima que el señor Montaner utilice su espacio para desinformar a sus lectores y audiencias en Miami y en gran parte de América Latina, región que bien le ha servido a la economía estadounidense. Si no fuera por el censo y la especificidad de la información demográfica, poblaciones minoritarias no tendrían una útil herramienta para demandar y beneficiarse de los frutos de su esfuerzo económico y asegurar por consiguiente su legítima representación política.
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