Implica una estética determinada, tiene su lógica propia, presenta una identidad. Sus exponentes (Richard Hamilton, Eduardo Paolozzi, Andy Warhol, Roy Liechtenstein), más allá de juicios valorativos, son artistas en todo el sentido del término: artistas innovadores que se valieron de imágenes y de temas tomados del mundo de la comunicación de masas y de su impacto comercial y que utilizaron técnicas novedosas (yuxtaposición de cera, óleo, pintura plástica con materiales de desecho como fotografías, trapos viejos, collages, etcétera). Artistas que, como tantos, se nutren y superan tendencias artísticas anteriores (el dadaísmo, para el caso) con un componente no exento de ironía, de crítica incluso. Pero artistas ante todo. En tal sentido, el arte pop no deja de ser un homenaje a la creatividad.
El arte pop es una manifestación occidental crecida bajo la sombra de las condiciones capitalistas y tecnológicas de la sociedad industrial de mediados del siglo XX. Los grandes temas de la sociedad de consumo —diseños en las botellas de refrescos, en los paquetes de cigarrillo, en las latas de conserva, etcétera— en contacto directo y continuo con la gente de la calle, con el consumidor común, implican el logro de una gran aceptación del pop. Los anuncios publicitarios, las imágenes televisivas, del cine fueron absorbidos e integrados dentro de la obra de los representantes de esta tendencia. En definitiva, es una expresión inteligente y sensible de su tiempo (la masificación de las sociedades industriales consumistas).
Otra cosa es lo que hoy entendemos por movimiento pop. Este pop no guarda ninguna relación con lo popular, dicho en el sentido de perteneciente al pueblo. Lo pop es, ante todo, una tendencia que se inscribe en la mercantilización extrema, en el consumo, en los dictados de la moda. Lo pop son mercaderías para consumir, mercaderías de signo cultural sin relación con expresiones artísticas.
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Mercaderías cuyo principal productor es Estados Unidos, la principal potencia capitalista. Una de sus mayores exportaciones, junto a diversas manufacturas, la agricultura, las armas o la alta tecnología, la constituye justamente la cultura popular, entendida como mercaderías pop. Ejemplificándolo, alrededor del 85 % de las imágenes audiovisuales que circulan por el mundo vienen de este país. El 70 % de las entradas vendidas en los cines europeos son para ver películas de Hollywood (no precisamente cine arte). Las canciones de las estrellas pop (Madonna o Michael Jackson, para citar símbolos icónicos —luego vendrán otros—) son himnos obligados para los jóvenes de todo el mundo. Las hamburguesas y las bebidas gaseosas estadounidenses, consumidas hasta en los más recónditos rincones, impusieron sus logotipos como símbolos de una cultura pop moderna. Tres cuartas partes de los programas computacionales usados en el mundo obedecen instrucciones en idioma inglés, como los videojuegos. El arte/industria moderno de la diversión tiene el sello del American dream.
La producción cultural masiva ha pasado a ser otra mercadería más ofrecida por el libre mercado (que no es libre, pues el proceso de concentración llevó hace décadas a la monopolización de pocos gigantes multinacionales, mientras que los pueblos no tienen la más mínima incidencia sobre esa producción, por lo que se limitan a ser consumidores pasivos de productos terminados).
«El efecto político decisivo de la cultura popular estadounidense consiste en anestesiar, en despolitizar», afirma el crítico Charles Krauthammer. Lo pop es buen negocio para el poder, pues 1) se vende —¡mucho!— y 2) actúa como mecanismo de sujeción social.
El mundo capitalista provocó transformaciones espectaculares en la historia humana. Gracias a la Revolución Industrial, las grandes masas de las sociedades agrarias, analfabetas y siempre alejadas del ámbito cultural pudieron acceder a un mundo anteriormente reservado a selectas élites. La llegada de los medios masivos de comunicación popularizó la cultura. Bienvenido ese movimiento en la historia en tanto avance. Pero, en vez de posibilitar la genuina expansión de una cultura popular, la masificación terminó siendo funcional a los poderes. Lo pop —que de popular tiene solo lo masivo— pasó a ser una ofensa a la inteligencia. Mickey, Superman, Britney Spears: ¿por qué conformarse con tan poco?
¿Puede la cultura de masas ir más allá de esta anestesia, de esta diversión banal a la que nos acostumbraron Hollywood y la actual parafernalia audiovisual? ¿Quién dijo que lo popular debe ser barato y chabacano?
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