La principal contradicción del momento es entre quienes defienden el sistema tal como está estructurado —con todas sus falencias, vacíos, contradicciones y sesgos de poder— y los que, para resolver situaciones coyunturales, pretenden establecer una excepción, de modo que podamos resolver de manera expedita lo que por la vía legal sería impensable o francamente imposible. Ejemplos de tal contradicción de fondo hay muchos: el leonino pacto colectivo de los trabajadores del Congreso; las ocupaciones comunitarias de propiedades del Estado, como la que ocurrió en el parque Semuc Champey; las duras condiciones que están soportando los acusados del caso Cooptación del Estado por la magnitud del caso y por sus implicaciones; etc.
Desde la primera posición, defender el sistema a ultranza, con apego a un derecho que siempre se usó para defender posiciones de poder y garantizar la impunidad, me parece francamente insuficiente, aunque desde la perspectiva del abogado es la única que en realidad existe. Propagar una salida excepcional, que termine buscando el recoveco o la interpretación forzada de la legalidad para resolver problemas políticos o socialmente sensibles, me parece igualmente insuficiente: si buscamos salidas excepcionales ahora, tarde o temprano se volverá a validar una situación similar, lo cual será siempre como la puerta de emergencia para usarse de manera discrecional en el futuro. Significa, nada más y nada menos, combatir la oscuridad con más oscuridad.
¿Qué hay de por medio? Un difícil balance entre aplicar la ley y garantizar desde esta una salida negociada a los conflictos que no retuerza en demasía la estructura del derecho vigente, con la firme convicción de que este sistema necesita, hoy más que nunca, reformas estructurales y culturales que permitan ir normalizando la excepcionalidad.
Los aires de cambio, por eso, se sienten por todos lados: las discusiones para reformar leyes, reestructurar presupuestos, rediseñar instituciones y reformular políticas públicas se multiplican todos los días. El impulso de cambio —o al menos el discurso que lo promociona— domina el panorama político en la actualidad.
Cuando los ecos de todos estos esfuerzos empiecen a estructurarse de mejor manera, seguro podremos evaluar el signo de todo este tiempo: ¿hay un cambio real o es un simple reacomodo de las piezas y los actores dominantes? Imposible saberlo a ciencia cierta.
La esperanza en todo este impulso de cambio es que los actores sociales y políticos encuentren los puntos de convergencia, más que de divergencia, que nos permitan ir avanzando en la construcción de un nuevo país, en el que por primera vez todos tengan cabida. Ya es tiempo de desterrar los fantasmas de la guerra fría y de empezar a sustituir las viejas etiquetas que nos dividen para empezar a usar una que nos aglutine en una sola.
Desde esa perspectiva simbólica, las plazas son el símbolo renovado de este nuevo tiempo: un lugar de encuentro para todos aquellos que sueñan con un cielo y una tierra nueva. Es tarea de todos definir las características puntuales de ese paraíso en la tierra que puede ser Guatemala: de nosotros depende hacer la diferencia.
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