Con letras mayúsculas y en la tridimensionalidad que les daban los soldados de plástico apareció «CULPABLES». Era el Día Internacional de las Víctimas de Desaparición Forzada, una tragedia que en el caso de Guatemala se multiplica por miles. Por 50 000 para ser más o menos precisos.
Al señalar la culpabilidad del estamento castrense se hace referencia a la entidad que condujo la estrategia contrainsurgente, la cual tuvo como diseño base la lógica de la doctrina de la seguridad nacional, esa que define a toda persona opositora o incómoda al régimen como enemiga interna: definición que basta para volverla objeto de vigilancia, persecución y represión mortal por parte del aparato del Estado.
Una de las variantes de la acción represiva es la práctica de la desaparición forzada, un delito que se comete cuando un ente estatal, en forma directa, indirecta, con aquiescencia o por omisión, detiene legal o ilegalmente a una persona, la priva de libertad y niega su retención a la vez que impide a la familia o al entorno conocer su paradero. Al hecho mismo de la desaparición se añade la tortura física y psicológica, así como la ejecución extrajudicial y la disposición clandestina de los restos.
Todo un esquema de actuación que requiere organización, estructura, logística, equipo, información y planificación. Entre otros, requiere no solo el personal para identificar a las víctimas, vigilarlas, capturarlas y mantenerlas retenidas, sino también el personal para torturar, ejecutar y ocultar. De igual forma, vehículos, locales, equipo.
Cuando dicha actividad se sostiene por años e involucra a varias oficinas de seguridad estatal, es innegable que se trata de una política de Estado. Más aún cuando esa estructura logística y humana se construye y mantiene con fondos públicos. Es decir, los impuestos de las personas se destinan para pagar el aparato que sistemáticamente se emplea para crímenes contra la humanidad.
De acuerdo con el Código Penal y los convenios internacionales suscritos por Guatemala, se trata de un delito continuado. Esto, porque, mientras no se conozca el paradero de la víctima, esta continúa desaparecida. De tal suerte, aun cuando los primeros hechos de desaparición forzada en Guatemala provienen de la década de los 60 del siglo pasado, la culpabilidad no se ha extinguido y hay obligación de perseguir dichos crímenes, investigar, identificar, juzgar y sancionar a los culpables.
El poderoso aparato que se organizó para cometer estas fechorías alcanzó tal magnitud que más de tres décadas después logra aprovecharse de los eslabones de la cadena de impunidad. Las redes de violación de derechos humanos trascienden incluso el orden estrictamente orgánico y ocupan estructuras sociales cercanas. Estas son las que actúan contra las familias que sufren la desaparición forzada de un ser querido.
A la ausencia no ausente (porque no hay certeza de la muerte y no hay rastro del paradero) se suma la tortura por la agresión, el discurso de odio y la estigmatización. Incluso, pese a que la desaparición se produjo con financiamiento estatal, integrado con los impuestos ciudadanos, se denigra a quien ha recibido resarcimiento estatal por el crimen que lo afectó. Es una revictimización contra la que ninguna entidad estatal ha actuado, lo que la convierte en una nueva política y en una violación más por omisión de la obligada actitud protectora que debe tener para con las víctimas.
Es por ello que la sola palabra colocada a las puertas del palacio adquiere una dimensión histórica y contundente. No se necesita más. Con ella basta para indicar lo que tarde o temprano también será señalado por los tribunales de justicia ante la inequívoca evidencia: son culpables, absolutamente culpables.
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