Son la palestra y el reflector donde el producto de consumo electoral se posiciona de forma más efectiva ante el mercado de consumidores. Son la plataforma donde el candidato (el producto) tiene la oportunidad de potenciar todas sus capacidades para transmitir la información necesaria al segmento de votantes que procura. Son, por estas y muchas razones más, un espacio siempre solicitado profundamente por los candidatos a los puestos de elección popular. La televisión tiene precisamente esa capacidad de trasladar imágenes que deben ser congruentes con un conjunto de códigos simbólicos y emociones. Como apuntaba Foucault, «quien no ha salido en televisión no existe». Y quienes desarrollan las campañas electorales hoy en día comprenden esto demasiado bien.
En la historia de los grandes debates electorales hay algunos que han marcado para siempre la historia de la mediatización de dichos procesos. El primer debate presidencial que se transmitió en televisión fue el de 1960 entre John F. Kennedy y Richard Nixon. Y la posibilidad de presentar las imágenes hizo la diferencia. El lenguaje corporal, el estilo personal y la estética pasaron por encima de los aspectos tradicionales. Y por mucho Kennedy superó al hombre de piedra Nixon, cuyo discurso y cuyo estilo e incapacidad ante las cámaras le hicieron perder la elección. Viajando en el tiempo, vale la pena recordar también el debate presidencial en la elección mexicana del 2000. En el último gran debate, Vicente Fox pudo arremeter brutalmente contra el candidato del PRI al cerrar su argumento con el famoso «sí, pero a ustedes lo corrupto no se les va a quitar nunca». Al término del debate se dio por ganador. Las encuestas inmediatas lo favorecieron en el acto. De más está decir que todo esto había sido practicado mil y una veces antes del evento. Habría que mencionar también lo que dejó como experiencia ya recopilada las presencia del candidato republicano Donald Trump. Participó en todos los debates primarios (y luego en los debates como candidato electo por su partido) rompiendo la etiqueta y los protocolos conocidos al punto de que dominó los debates y generó tal influencia que fue la primera elección estadounidense en la cual los debates televisados no se centraron en temas de política pública. Todo lo opuesto: los debates se caracterizaron por insultos personales y temáticas sin importancia técnica. Parecían debates propios del contexto de una elección presidencial latinoamericana. Es cierto: lo que los debates proyectaron predecía muy bien el estilo de gestión presidencial. Pero lo más importante es reconocer que Trump pudo imponer un estilo dominante en dicho espacio y atrajo a un segmento de votantes que había estado siempre al margen de los procesos electorales.
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Así las cosas, un foro de candidatos a elección popular (no digamos un foro presidencial) tiene capital importancia. Puede potenciar una candidatura o terminar de hundirla. De ahí la práctica habitual de que cuando un candidato ha llegado a su tope de crecimiento en las preferencias electorales deja de participar en los foros para evitar cualquier tipo de desgaste innecesario. Este comportamiento de blindaje también puede suceder con los debates primarios: un candidato puede proponerse solo asistir a un debate para limitar su exposición. En estos casos, la intención no es posicionarse (ya está posicionado en la mente del elector), aunque tampoco exponerse a ser el punching bag del resto de los candidatos. Esta fue la actitud tradicional de Andrés Manuel López Obrador (incluyendo la pasada elección) y posiblemente la razón por la cual Sandra Torres no asistió al debate realizado ayer por la Cámara de Gerentes de Guatemala. Por lo general, estas apuestas son arriesgadas, ya que pueden simbolizar una arrogante confianza (actitud de ganador) o un temor a presentarse ante determinados segmentos de votantes en razón de aceptar que no puede penetrar en esas preferencias.
¿Fue útil el debate del pasado domingo para comenzar a afianzar las preferencias electorales?
Posiblemente aún no en razón de la alta y fragmentada oferta electoral, sumada al hecho de que es muy homogénea (todos los candidatos que participaron se encuentran en el espectro de la centroderecha). Ante una oferta tan amplia pero homogénea, el elector tiene más dificultad para encontrar los aspectos críticos que diferencian las propuestas.
Si la tónica de los siguientes debates es la misma, la elección del 2019 en Guatemala va a resolverse muy fácil: la marca ya conocida y posicionada en el espectro electoral, con una capacidad mediana movedora de votos (estructura de acarreo) y que se atreva a articular mejor la denominada sandrofobia resultará ganadora. Y es muy posible que esto signifique la construcción de un discurso que tienda a polarizar más allá de los clásicos clivajes electorales.
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