La escuchamos con atención. Nos da las palabras de bienvenida. Es nuestra maestra encargada, con quien además recibiremos «Sociales», como en ese entonces (1978) se designa el curso que involucra el estudio de la geografía y la historia universal. Estamos en sexto primaria, en un colegio para mujeres de clase media urbana, y las poco más de 30 estudiantes estamos en el apogeo de nuestra preadolescencia.
Recuerdo de esa época cómo las historias personales que nos cuenta miss Alma (usual distorsión del inglés que se daba entonces) nos mantienen entretenidas y expectantes. Estamos tan interesadas que incluso no queremos salir al recreo para seguir escuchándola. Los suyos son relatos de una mujer joven, inteligente y bella que nos embelesan hasta el punto de no perdernos una sola de sus palabras. Todas queremos ser como ella, que encarna en sí el ideal de lo que para nosotras constituía el ser una mujer exitosa.
Para mí, también recuerdo, ese es el momento exacto del descubrimiento de otras culturas, de diversos países, de hechos pasados que se mezclan con el presente y que forman una amalgama entre lo que escucho, lo que veo en la televisión y lo que leo en los libros de literatura, que apenas hará unos tres años empecé a devorar, y en los de historia universal, que recién descubro y que me llenan la imaginación de griegos y romanos pasando por otros lados. El libro de historia, el oficial de ese año, es uno de un formato pequeño, con ilustraciones a todo color, tan bien escrito que casi quiero aprenderlo de memoria. Para completar, ahí están el de Óscar de León Palacios (Repasando incluido) y la Historia universal de Pirenne, que está en varios tomos en mi casa y que prácticamente leo del primero al último, con sus dos tomos complementarios, como parte de mi preparación para participar, muy entusiasmada yo, en el programa Mentes sanas: así se contesta, donde gracias a dichas lecturas tuve la buena suerte de ganarme unas bolsas de detergente y unos vales para menús de Pollo Campero.
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Pasan las décadas, y el Internet y las redes sociales hacen eficazmente su trabajo.
De pronto, de nuevo, hay grupos de exalumnas que se reencuentran, que se reúnen de vez en vez para vivir, un poco más, un poco menos, esas nostalgias del pasado que, vistas desde el presente, suelen percibirse con mayor dulzura que la que en su momento tal vez tuvieron.
Pues he ahí que en una de estas circunstancias se da mi reencuentro con miss Alma Terraza. Los años que nos separan apenas si alcanzan, jalándolos un poco, para que seamos de dos generaciones distintas. Somos casi coetáneas. Me entero, con mucha alegría y orgullo por haber sido su alumna, de que sus historias orales se convirtieron, como las mías (o las mías como las suyas), en textos escritos. Los de ella son cuentos galardonados —ha ganado más de 15 certámenes literarios a nivel nacional en diversos concursos de narrativa— y están publicados, la mayoría, en dos volúmenes.
Alma Terraza es una escritora cuyo interés gira en torno a la cotidianidad y a los reveses que a veces suele dar la vida. Los finales de sus cuentos son inesperados, sorpresivos, dan un giro imprevisto para el lector. Sus textos están escritos con precisión, con diálogos bien construidos que permiten vislumbrar personajes de distintas edades que muestran, cada uno, su manera particular de asumir su realidad en el contexto guatemalteco, poblado de historias familiares y de relatos populares que pasan de generación en generación y que constituyen el bagaje de nuestra memoria colectiva.
Como la gran mayoría de las autoras en nuestro medio, Alma Terraza también ha vivido la invisibilización cultural, la falta de publicación y divulgación de sus textos. Cuando hemos conversado por Messenger (aún no nos hemos reencontrado personalmente), compartimos las vicisitudes de ser escritoras en Guatemala: una suerte de actividad subterránea que apenas, de vez en vez, sale a la luz y que entonces nos da aliento para seguir, de nuevo, sumergidas escribiendo en este Xibalbá que es nuestro hermoso y terrible país.
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