En todas las casas había cántaros de barro para conservar fría el agua. Y para los comedores se destinaban los porrones, que no eran sino recipientes, también de barro, con una boca de entrada y una especie de pitorro para su salida. Los más artísticamente elaborados mostraban caprichosos soportes que implicaban la práctica minuciosa del arte de la cerámica. Los más caros tenían un elegante asidero para facilitar su uso.
Para evitar la lluvia se utilizaba el mokooch, una esterilla de palma que se enrollaba para cargarla fácilmente. Lo utilizaban las señoras que llevaban sus productos al mercado local. Ya extendidos, protegían el producto y a la persona. Y fuera del entorno lluvioso, el mokooch también servía para descansar o guarecerse del sol. Todo era tan natural.
De pronto aparecieron confeccionadas con plástico cuanta variedad de jarras, botijas y botellas uno se pueda imaginar. Las sentíamos más livianas y no costaba tanto cargarlas. Se caían y no se quebraban. Se las podía tratar bruscamente. Conservaban su forma. Y junto a estos plásticos apareció el nailon, que sustituyó a las esterillas de palma. Era más fácil de cargar. Se podía reducir al tamaño del puño, y extenderlo no era complicado. Creímos haber encontrado una panacea.
Cinco lustros después nos damos cuenta de cuán equivocados estábamos. Desechos de plástico y nailon inundan nuestras calles, tapan desagües, ahogan animales. Los de color negro impiden hasta el ciclo de la energía. Y a ojos vistas, las imágenes de una ciudad llena de bolsas de nailon y de botellas de plástico en sus calles son algo así como una evocación de la decadencia.
Yo no había tomado conciencia de la dimensión de tal contaminación. La es a tal grado que en varios países del continente africano han prohibido totalmente su uso. Irónicamente se ha dicho que el plástico es la flor nacional de aquellos lares.
Tres días atrás recorrí a pie una calle de Cobán. Pasé por la casa donde nací. A escasos 600 metros del río Cahabón. Conté, entre el puente Chiu, que está sobre dicho afluente, y el lugar donde dejé el ombligo, 125 fragmentos de nailon y 8 botellas de plástico a guisa de basura. En día de asueto, y no en horas pico. Y, seguro estoy, toda esa impureza fue a parar al río.
Según diversos autores y una ingeniera química a quien consulté, el plástico tarda entre cien y mil años en degradarse. Y si está enterrado, el tiempo es mayor.
A la sazón recordé el numeral 53 de la constitución pastoral Gaudium et spes (GS), del Concilio Vaticano II: «Es propio de la persona humana el no llegar a un nivel verdadera y plenamente humano si no es mediante la cultura, es decir, cultivando los bienes y los valores naturales. Siempre, pues, que se trata de la vida humana, naturaleza y cultura se hallen unidas estrechísimamente».
Esta constitución fue aprobada el 7 de diciembre de 1965. Justamente a la mitad de la década en que el plástico y el nailon llegaron a las Verapaces y nosotros creímos ingenuamente que una arista del progreso había irrumpido acá para beneficio de nuestros pueblos.
Nos olvidamos de la cultura «como un modo particular de los pueblos para cultivar su relación con la naturaleza, entre sí y con Dios (GS 53)». Y ese olvido ahora nos está pasando factura.
Más de 20 países han prohibido el plástico y el nailon en África. ¿Habrá alguna razón de peso para no volver nosotros a los cántaros, los porrones y las paneras de mimbre?
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