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Cuando éramos zorros (o las mujeres eran carne)

Pero ese día, sobre todo, la ciudad de peregrinaje era un bullidero de testosterona que parecía motivado por las cientos de edecanes contratadas por las marcas de motocicletas, cuyas estrategias de mercadeo habitualmente, consisten en aprovechar estos instintos masculinos. El de ese día era el espíritu de caza de los zorros.
En los siguientes descansos acondicionados –El Rancho, Teculután, Chiquimula– la tónica fue la misma. Mujeres de todas las alturas y tonos de piel, bailando o simplemente sonriendo en respuesta a los piropos –“¿Qué les dan de comer a las chicas de oriente?”– delante de carteles de las marcas sponsor.
Dos zorros en ruta.
También hay motos de tres ruedas.
Miles de personas salen a ver el paso de la caravana.
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Cuando éramos zorros (o las mujeres eran carne)

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La Caravana del Zorro lleva celebrándose ininterrumpidamente desde 1961. Lo que comenzó como un viaje de seis repartidores para rezar al Cristo de Esquipulas, se ha convertido en el mayor peregrinaje en motocicleta del mundo. Las mujeres, sin embargo, siguen sin concurrir al evento, a excepción de las acompañantes de los motociclistas y las cientos de edecanes contratadas por las marcas de motos para despertar los instintos más primitivos de los conductores.

Uno de los primeros días de febrero. 52 años después del origen. Esquipulas, Chiquimula.

Un Cristo negro, esa era la excusa. Miles de motociclistas llegados desde todos los puntos de Guatemala en el peregrinaje a dos ruedas más concurrido del mundo. Todas las aceras de la ciudad estaban repletas de máquinas. Honda, Suzuki, BMW, Ducati, alguna que otra Harley Davidson y, sobre todo, un montón de motos coreanas Hyonsung, Daelim, Sym–.

Esquipulas ese día era una mezcla extraña entre Dios y el Diablo. El sol brillaba en solitario en un cielo sin nubes, en la plenitud de las tres de la tarde. Las montañas que rodeaban la basílica le daban un aire idílico a la ciudad ubicada a 11 kilómetros de la frontera con Agua Caliente, en Honduras. Todo hubiera sido calma.

Pero con las motos también llegaron sus dueños. Los zorros. Tipos más o menos duros, con una imagen más o menos satánica, más o menos disfrazados para la ocasión. Hombres con grandes bigotes y vestidos completamente de negro, con muñequeras de calaveras y 'chumpas' de cuero; otros llevaban trajes especiales, con revestimientos en las rodillas y codos. También había grupos de jóvenes con playeras confeccionadas específicamente para el día, con sus nombres escritos en la parte de atrás y referencias al 52 aniversario de la caravana en la parte de adelante. La mayoría había recorrido los 225 kilómetros que separan la capital de Esquipulas, serpenteando los tráilers y los baches de la carretera en eterna construcción.

Pero ese día, sobre todo, la ciudad de peregrinaje era un bullidero de testosterona que parecía motivado por las cientos de edecanes contratadas por las marcas de motocicletas, cuyas estrategias de mercadeo habitualmente, consisten en aprovechar estos instintos masculinos. El de ese día era el espíritu de caza de los zorros.

Este animal se asocia en la cultura occidental con la astucia. En China, por ejemplo, la expresión “espíritu de zorro” se utiliza para designar a la amante, pues se consideraba que era el espíritu de este animal el que separaba al hombre de su mujer.

Comunidad y adrenalina

El viaje empezó a las 6 de la mañana. En el parque central de la capital. Los tonos ocres y amarillos del amanecer, brillaban junto los rosas y celestes del cielo recién estrenado. Una imagen que chocaba, o quizá complementaba, al negro de las indumentarias de los miles de motoristas, ya a punto de iniciar la marcha.

Se sentía el fervor de la fiesta y el sentimiento de comunidad. El amor a la velocidad y a la adrenalina. Los asistentes aceleraban sus motores y hablaban entre ellos animados esperando el banderazo de salida. Delante del palacio, un grupo mexicano daba un concierto, que se escuchaba entre los gritos de los vendedores anunciando que tenían bandas para el pelo, lentes de sol, muñequeras, atol o café.

Entre ellos estaban también los personajes del evento: un tipo vestido de Zorro justiciero, uno de Gandalf –el mago del Señor del los Anillos–, un chapulín, una mujer vestida de novia y, como antagonista, “la viuda negra”–una conductora llegada desde Costa Rica–. También había esqueletos de cráneos de cuadrúpedos en los manillares y muchas máscaras de alien y de fantasmas.

Los zorros del Gabinete

Y, para presidir el evento, el macho alfa, el presidente de la nación, Otto Pérez Molina. Junto a él, los cachorros, el ministro de comunicaciones, Alejandro Sinibaldi, y el de Cultura y Deportes, Carlos Batzín, –porque en Guatemala desde 2011 la Caravana del Zorro es patrimonio cultural intangible de la nación– .

Pérez Molina se incluía como miembro de la caravana con la primera persona del plural, y se le percibía orgulloso y feliz de presidir el evento: “Le pedimos a Dios que nos bendiga, que nos acompañe en este recorrido y que esté con nosotros allá visitando al señor de Esquipulas”.

El Presidente también presentó la campaña “Vivo te quiero”, que trataba de persuadir mediante afiches y motocicletas destrozadas, que habían sido ubicadas en diferentes puntos de la ruta, sobre los riesgos de conducir sin tomar precauciones. Esta campaña fue liderada por el cuarto motorista del Gabinete, el ministro de Gobernación, Mauricio López Bonilla.

Junto a ellos, en el estadio de honor, también estaba el verdadero protagonista y artífice de la caravana: el “mero zorro”, o más bien el “mero zorro junior”: Eddy Villadeleón.

 “Vamos a darle las gracias al negrito”

1961. Rubén Villadeleón era un repartidor de zona 6. Tenía una moto checoslovaca de la Segunda Guerra Mundial, una CZ negra. Todos los sábados, según contó su hijo Eddy, la ponía a punto en un taller de su colonia, junto a otros compañeros de oficio.

“Aquel año, alguien propuso que por qué no iban a hacer un viaje todos juntos a disfrutar de la carretera. Y mi papá dijo: ‘¿por qué no vamos a Esquipulas y aprovechamos a darle las gracias al negrito por esas bendiciones que hemos recibido?”, relató Eddy de Villadeleón, quien desde la muerte de su padre en 1987 ha sido el encargado de capitanear la caravana. En 1961, contó, fueron seis amigos. Éstos se reunieron en el Puente de Belice a las 6 de la mañana y salieron juntos para Esquipulas.

Los años siguientes, el número de peregrinos aumentó levemente: seis, 10, 12 máquinas cargadas, en general, por repartidores que, por coincidencias en el trabajo, se iban enterando del peculiar peregrinaje. En aquel entonces, la caravana tampoco tenía nombre con la que fue bautizada tras la muerte de Villadeleón en 1987.

“Todos los años, cuando llegábamos a Esquipulas nos íbamos a hacer cola para ver al Cristo y después rezábamos el rosario. Aquel año mi papá acababa de morir y uno de sus amigos me dijo: ‘hemos decidido que la caravana lleve el nombre de tu tata. Rubén Villadeleón, el zorro’”, dijo Eddy, quien explicó que el sobrenombre se lo ganó su padre por ser considerado por sus amigos un hombre muy astuto.

En 1990 ya era un centenar de motoristas el que acudió al peregrinaje. Al año siguiente eran 200, después 300, 400. Más tarde, con la entrada de patrocinadores internacionales al evento y con la publicidad que hacían de la actividad, el número de peregrinos motorizados se multiplicó exponencialmente.

En 2013, según indicó Marina de Zapeta, una de las organizadoras del evento, el número de asistentes fue cifrado en 35 mil. En todo caso, es la mayor caravana de motos del mundo con un motivo religioso. “Hay una caravana de motos en Alemania y otra en España, también en Estados Unidos. Pero la de Guatemala es la más grande de peregrinaje”, aseguró De Zapeta.

Cuando éramos héroes

La bandera de salida se agitó a las 7 de la mañana. Todas las motos estaban enfiladas hacia la 7 avenida de la zona 1. Allí es donde me di cuenta de que la Caravana del Zorro no era sólo para los motoristas, sino que también un evento para entretener la mañana del sábado de cualquier familia de la clase media y baja del país. Padres, niños, jóvenes y familias enteras que madrugaron para decir adiós a los zorros y desearles buena suerte. Por unas horas, parecía que el país había encontrado nuevos héroes en quienes descargar sus ansias de algo que les reconfortara el día.

Conforme íbamos avanzando en la carretera al Atlántico y pasando, una tras otra, las colonias empobrecidas de la zona 18, también incrementó el número de vecinos que salió a recibirnos a la carretera. Colonia Lavarreda, Kerns, Juan de Arco, Rodiguitos. Cientos de personas agolpadas a ambos lados de la carretera y subidas a los pasos a desnivel. Los niños nos tiraban confetti y las abuelas nos echaban la bendición.

Una vez salimos de la ciudad, y disminuyó también la conglomeración de tráilers, se comenzó a disfrutar del viaje en motocicleta. Una sensación de libertad mucho mayor a la de ir en auto. El aire, que pegaba en la cara, se fue volviendo más cálido conforme nos íbamos adentrando en el Oriente del país. Sentíamos cómo nos caían las partículas de la arcilla del Progreso o del concreto de la carretera en los tramos en reparación.

Al llegar a Guastatoya, aunque hubiéramos transcurrido apenas 75 kilómetros, nuestra retaguardia ya empezaba a resentirlos. En todo caso, en el lugar ya se había preparado el primer descanso oficial. Estaba repleto de vecinos del pueblo que no se querían perder la fiesta organizada, algunos muchachos jóvenes repartiendo bebidas y, claro, las edecanes. Uno se podía hacer fotografías montado en una Harley acompañado por varias jóvenes vestidas de cuero.

Cuando las mujeres eran carne

No vi casi mujeres manejando. La presencia femenina se reducía a las acompañantes –abrazando la espalda del macho que dominaba la máquina– y a cientos de modelos. Daba la impresión de que las marcas patrocinadoras del evento se habían gastado la mitad del presupuesto en contratar edecanes. Podían faltar las bebidas carbonatadas, los pinchazos o las ruedas, pero no las chicas.

Sus únicos factores comunes parecían ser los grandes pechos, presumiblemente operados, y su ropa, o su no–ropa: ropa de licra muy pegada con agujeros en lugares estratégicos, mini–mini faldas, tops, y tangas.

Cuando ni siquiera se había asomado el sol en la capital, las muchachas ya se encontraban allí, perfectamente arregladas para elevar los índices de testosterona de los zorros desde tempranito. Estos se acercaban a ellas para tomarse fotos, grabarles en video con sus celulares, o simplemente observarlas con expresiones pasmadas y comentar entre ellos sobre sus atributos físicos.

En los siguientes descansos acondicionados –El Rancho, Teculután, Chiquimula– la tónica fue la misma. Mujeres de todas las alturas y tonos de piel, bailando o simplemente sonriendo en respuesta a los piropos –“¿Qué les dan de comer a las chicas de oriente?”– delante de carteles de las marcas sponsor.

 “Pero si a ella le gusta”

Al llegar a Esquipulas decidimos comer en un restaurante chino ubicado a un lado de la calle principal. El lugar estaba lleno de motoristas recién llegados de la caravana, que engullían chow mein, chop suey o arroz. La presencia de mujeres semidesnudas durante el trayecto parecía que había surtido su efecto, y los índices disparados de testosterona provocaron que los comensales de varias mesas que nos rodeaban no dejaran de mirar a la camarera.

Una mujer se lo hizo notar a sus acompañantes.

–Dejen de mirar el culo de la camarera o se va a dar cuenta.

–Pero si a ella le gusta–. Respondió burlón uno de ellos.

“Dónde están los zorrooos”

Y aún faltaba el plato final: un escampado con la música a todo volumen a unos 500 metros del parque. Los motoristas se repartían entre varias plataformas patrocinadas por las diferentes marcas: un concurso de bailarinas organizado por Masesa, otro de bailarinas, preparado por Suzuki y Honda, y otro, para no desentonar, de bailarinas, a cargo de Cadisa –“motos buenas, chulas y baratas”, según rezaba su slogan–.

Allí estábamos nosotros, entre cientos de jóvenes, adultos y algún niño mirando el escenario con ojos inocentes. El animador parecía un personaje de dibujos animados, con unas cejas muy espesas que impedían ver sus ojos, con sombrero y botas de tejano. Alentaba el baile de las chicas como si tuviera delante una pelea de gallos o de boxeo.

“¿Dónde están los zorroooos?” El hombre de las cejas sostenía y balanceaba un casco, que prometía regalar, o más bien amenazaba con lanzar, al cánido que más aullara a la presa.

La protagonista era chica rubia, con el pelo hasta la cintura. 120–60–70, una mini–mini falda (una tanga azul) y un top que apenas le cubría los pechos. Los zorros adolescentes no dejaban de lanzar gritos cavernarios, como si los movimientos de caderas de ella fueran un solo de guitarra eléctrica.

Mis dos acompañantes estaban absortos. “Solo una más”, me prometían ambos.

Apareció la siguiente, la chica ‘Tropigas’, bailando la canción de reguetón “escápate conmigo (donde nadie nos vea, no importa que tu novio sea un gonorrea)”. Era menos espectacular que la anterior y los gritos bajaron su intensidad, por lo que en un intento poco elegante por captar al público comenzó a bajarse la falda.

“¿Dónde están los zorroooos?”, continuó el animador mientras seguía con la amenaza de lanzar el casco.

 “¿Zorros o perros?”, bromeó un amigo.

¿Chicas? ¿o pedazos de ternera cruda?

Los zorros también rezan y algunos caen

Finalmente, nos marchamos del espectáculo y llegamos a la iglesia. Aunque menos concurrida que el escenario de los deseos, decenas de motoristas esperaban en la fila para tocar la vitrina que cubría al Cristo tallado en 1594 por el escultor Quirio Cataño.

Un joven de unos 20 años se encontraba arrodillado frente al Cristo, entre las dos primeras bancas de la iglesia. Rezaba muy concentrado, como pidiendo cientos de cosas. Tenía el cráneo completamente afeitado, la cabeza ancha y morena y una camiseta blanca. En la parte de atrás de la playera, confeccionada para la ocasión, podían leerse los nombres de su grupo de motoristas: “chicharrón”, “gay”, “bolo”, “flemas” y varios nombres más.

Ya afuera de la parroquia, el sol comenzaba a caer y las tinieblas a ganar la batalla al día. Con ellas, las actividades de los machos se iban abriendo espacio. En la avenida principal, varios jóvenes hacían humear las llantas de sus motos, acelerando pero manteniéndolas en el mismo sitio, una práctica a la que le llaman drifting. “¿Por qué hacen eso?”. “No hay una razón lógica para hacerlo, es una especie de show, un despliegue de testorena. Ni puedo entender por qué alguien quiere quemar una llanta que vale Q1200, ¿para mostrar la potencia de los motores? Pero también lo hacen los de las motos pequeñas…”, me respondió mi acompañante.

Entre los stands que nos habían animado en la tarde, Cadisa ofrecía un concurso de bikinis y ATM Energy uno de pulsos. Mientras tanto, un número cada vez mayor de motociclistas había comenzado a beber, sentados por las banquetas de la ciudad. Y quizá era el cansancio, pero el alcohol estaba haciendo efecto a pasos agigantados. Ante este panorama, optamos por regresar al hotel.

Mis compañeros de viaje, dejándose llevar por la emoción del día, aseguraban orgullosos que no se ducharían, porque “macho que se respeta se baña en su propio sudor”; y me amenazaban con pasar la noche viendo porno y masturbándose. Como el control de la televisión no funcionaba, nos vimos obligados a dormirnos viendo un especial de Ricardo Arjona.

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