En cuanto a mí, deseo imaginar que los idus de este marzo le serán propicios a nuestra periferia planetaria, no sé muy bien para qué, pero propicios por lo menos. A pesar de todos los odios.
Marzo ya. Mira qué predecible me develo: el tiempo acude una vez más a mi teclado, lo cual es, evidentemente, una de mis contumacias. Y llegado es el tiempo de que Haití te eche de menos tras una estadía por cuya virtud —no te violente la duda— habrás dejado aquella mitad de La Española mejor de lo que la hallaste.
De la misma manera, se presentará a su vez el momento en que tu destinatario se marche de esta “ciudad que nunca duerme”, quizá dormido por la anestesia de su vértigo metálico. No tengo claro cuándo, pero no es sibilino prever que será un hecho más tempranero que tardío. Y así es debido: a fin de cuentas, no soy sino una moneda al aire. Una ballena jorobada. Un salmón en el Yemen.
Mientras espero el arribo preciso de ese impreciso momento, me impregno de tu patente nostalgia por un terruño extranjero. Paso revista mental a los instantes que han navegado a través de mis corrientes internas, las que se embalsan entre el Hudson y el East River, y entre la isla de Ellis y la península del Bronx.
Enormidades: no soy capaz de dar otro nombre a las vivencias que me habitan, pero que caben de un modo misterioso en el espacio mínimo y neurótico de mi lóbulo temporal con ventana al cerebelo. No obstante, mi corte de caja se salda con un signo de interrogación superlativo en la más roja de las tintas, como ha de ser.
Por su parte, Nueva York tiene mucho de Haití, si bien y con razón el paralelismo te resulte un desatino. No sé… Percibo casi siempre que este superávit demográfico de piernas y edificios tiene un aire profético de pos-Apocalipsis, de futuro sombrío ya instalado como en una pesadilla asfixiante y checa.
Palabras más, palabras menos, se ha dicho que recorrer estas avenidas en dirección recta es como hacer un corte geológico, evidencia de varias capas de sedimentación evolutiva. En tal sentido, atravesar esta tierra que se rodea de agua es otra forma de convertirse en crononauta. Broadway, una misma arteria, por ejemplo, conduce a distintas décadas según surque el Harlem o Times Square. Y un viaje en metro por Queens es una puerta al siglo pasado, cuando la línea de Lexington Avenue transita de lleno en el XXI.
Los neoyorquinos también saben de canjes. Canjean integridad por capital monetario, dignidad por unos dólares más en la cartera. Persiguen en el ruedo de la vida a una liebre híbrida de níquel y poder, después de que, tronándose los dedos, se descarrían del sueño en asuntos menos mundanos como el pago de sus tarjetas o la factura de un teléfono claro está que inteligente. Estrecheces con glamur, pero estrecheces.
Mientras tanto, en los pináculos de la fortuna, los potentados bancarios ríen del bajo mundo a mandíbula batiente, aunque a ellos los embista igualmente el insomnio al pensar en los millones que pudieran dejar de ganar (nunca perder) con cada minuto en la maravilla de la Bolsa. El dinero no lo es todo, bien lo dices. Pero ¿cómo convencer de esto a las plutocracias y oligarquías de todas las estirpes? Quédenos de tarea.
Piratas, santos y forajidos: el “Nuevo Mundo” ha sido nuestro destino común, desde el estrecho de Bering hasta el cabo de Hornos, con todas sus Antillas. Puestos a escoger, veo un Ramón más forajido que pirata, y vayan los santos a su rezo.
Aunque no sea su tiempo todavía, ayer fue aquí primavera. Curiosamente, el invierno no quiso jamás condescender, ni siquiera empezar, ni tampoco ha querido terminar. Las estaciones del año están cada vez más imbéciles. Igual que tu infeliz corresponsal, mucho me temo.
Un abrazo en el muelle,
Ramón
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