Un proverbio dice que no existe nada nuevo bajo el sol. Esta antigua sabiduría nos señala que los humanos caminamos, una y otra vez, por los mismos senderos, cometemos los mismos errores, olvidamos lo aprendido. Ideas e instituciones tales como la división de poderes, la necesidad de someter a los gobernantes y a la ciudadanía al imperio de las leyes, la presunción de inocencia, el Estado de derecho, donde la discrecionalidad caprichosa se controla, la independencia judicial, la declaración universal de los derechos humanos, son enormes logros que surgieron de historias horrendas de sufrimiento. Son el fruto de la evolución de las sociedades occidentales en su búsqueda por una mejor manera de limitar el poder y encaminarlo a la consecución del bienestar colectivo.
En contraposición a esta postura, los impulsos totalitarios son absurdamente narcisistas: un pequeño grupo se arroga para sí la razón de ser del Estado. La organización social está destinada a servir a sus intereses y permitirles que se apropien de los recursos colectivos, se enriquezcan sin límites a costa de la corrupción y de la servidumbre de la mayoría. Y, por supuesto, para convencer a esa mayoría de aceptar semejante aberración, está la propaganda y las acciones populistas no importa si se escudan en justificaciones ideológicas, el racismo o el totalitarismo religioso o, simplemente en el terror, la represión sin límite.
Hemos visto pasar sistemas como estos a través de la historia. Todos tienen una premisa común: la corrupción del poder público que deja de ser utilizado en beneficio colectivo y sirve para satisfacer a una élite poderosa. En el peor de los casos, estos regímenes son de corte transpersonal. Es decir, las personas dejan de importar. Todos sus derechos son conculcados y su única opción es la obediencia silenciosa. El objetivo de estos regímenes es que quienes gobiernan se sostengan a base de un poder absoluto que lo controla todo: la vida privada, el ejercicio de toda libertad, incluyendo la de pensar, creer o expresarse.
Para lograr este control existen fórmulas manidas: eliminar los controles en el ejercicio del poder del Estado, diluir la división de poderes, anular los pesos y contrapesos, eliminar todo tipo de auditoría. Con este propósito, se destroza la organización social, se desprestigia a la prensa y se le ahoga económicamente. Y, finalmente, se intenta reprimir a la población en general. Toda disidencia es castigada de maneras diversas. Un sistema absolutista, dictatorial, tiránico, no puede darse el lujo de permitir oposición ya que, en el fondo, su ilegitimidad hace que sea profundamente débil.
Guatemala fue fundada sobre una premisa totalitaria. Una organización social que, desde el inicio de su vida independiente fue construida para favorecer a una élite. Prueba de ello fue que el principal factor de progreso de la nación fue un sistema de producción basado en un régimen de «trabajo obligatorio » destinado exclusivamente a los indígenas, acompañado del despojo de sus tierras comunitarias que propició esa construcción física y mental que llamamos «finca» . Este modelo económico y social, basado en la exclusión y la extracción , dejó a la mayoría de la población fuera del ejercicio de una ciudadanía real.
La ley de la finca es que el dueño de la tierra lo es también de los destinos de las y los pobladores. Y los finqueros son quienes ponen y quitan a los gobernantes que, en lugar de ejercer el poder como mandatarios de la voluntad popular, se convierten en sus alfiles. Con vehemencia y orgullo hemos llamado «República» a esta realidad, pero, tal y como el historiador guatemalteco Severo Martínez lo dijo, no ha sido sino «la patria del criollo».
A lo largo de la historia de Guatemala, una serie de movimientos sociales han intentado cambiar esa situación. Llevar esa realidad tangible de «la patria del criollo» a un estadio evolucionado donde la mayoría de las y los guatemaltecos pudiéramos tener acceso en condiciones de igualdad a los beneficios de la ciudadanía y de los recursos del país. Sin embargo, la pared que impide el desarrollo económico y político es sólida y está construida de materiales diversos. A ratos, la complejidad de esta construcción, capaz de restablecerse, una y otra vez, nos resulta un acertijo abrumador.
Y pareciera ser que cada vez que se intenta derribar este muro anquilosante sucede lo mismo: se desata sobre la población una violencia extrema. Sucedió después del derrocamiento de Jacobo Árbenz quien intentaba una evolución hacia un sistema capitalista moderno. La situación derivó en 36 años de represión militar cuya brutalidad todavía nos aterra.
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La redacción de la constitución de 1985 que sirvió de transición a la democracia y la firma de los Acuerdos de Paz en 1996, fueron parte de un proceso de mínima evolución. Sentimos que teníamos derecho a aspirar a ser parte del concierto de naciones donde se respetan los derechos humanos y existen garantías básicas. Y, sobre todo, por fin, podríamos sentir que la palabra justicia tenía algún significado. Como fruto de ese proceso, el país vio con sorpresa que se lograron ventilar procesos judiciales en respuesta a la violencia del Estado en contra de sus ciudadanos. Muchos intocables fueron investigados, procesados y condenados. Fueron tan relevantes que causaron jurisprudencia a nivel internacional
Más adelante, con el apoyo de un aparato investigador experimentado como la Cicig, por primera vez vimos caer el manto de la impunidad de otros lugares insólitos: conocidos empresarios acusados de financiamiento electoral ilícito, o evasión de los impuestos, estructuras viejas de crimen organizado como las que cooptan las aduanas, crímenes de empresas transnacionales. La impunidad a la que aspira todo aquel que se aprovecha del poder dejó de ser implacable.
Demasiado pronto el sueño terminó. La apariencia democrática e institucional resultó ser una cáscara delgada. La «afrenta» de ser juzgados por sus acciones resultó imperdonable para las viejas élites. No solamente había que desarticular a la Cicig, sino hacer retroceder al país a la situación que prevalecía en los años de la guerra cuando eliminar toda disidencia fue el mandato que cumplían no solamente los cuerpos de represión del Estado, sino también organizaciones clandestinas que actuaban con toda impunidad.
Durante las últimas semanas la acusación del Ministerio Público en contra de José Rubén Zamora ha colmado la atención ciudadana. No se trata de un hecho aislado, ni tampoco se trata de la acción de un único actor. Ciertamente, el uso malicioso del derecho penal como mecanismo de represión y castigo a la disidencia no es nuevo en Guatemala. Se trata de un fenómeno que ha afectado desde hace mucho a líderes sociales, indígenas, defensores de los territorios y también a periodistas comunitarios.
Sin embargo, tenemos que reconocer que la criminalización se ha agravado. Su círculo de acción represiva se amplía: fiscales, jueces, periodistas han ido cayendo, al ritmo que lo van anunciando, sin ningún tapujo, personajes que se esconden bajo perfiles que actúan bajo la sombra en las redes sociales. Está siendo operativizada por una maquinaria orquestada, cada vez más implacable. No solamente se trata del Ministerio Público liderado por su fiscal general que ha dejado de lado su función principal de investigar delincuentes y corruptos, para dedicarse a perseguir a quienes molestan al régimen de poder. Se trata de una peligrosa articulación que involucra desde los más altos órganos de justicia hasta los jueces de instrucción, acompañada del silencio y aprobación (y quizá incluso bajo el liderazgo) de los grupos de poder que procuran la impunidad como símbolo de control de un formato de Estado que siempre ha resguardado sus privilegios.
Luego, se ejecuta el mismo guión: procesos declarados en reserva, sin base en evidencias sólidas que, por una aparente coincidencia, van a parar a manos de jueces muy cuestionados. Se suspenden audiencias, se castiga a los procesados por hablar con la prensa y nunca se les permiten medidas sustitutivas a la cárcel mientras dura el proceso. No podemos engañarnos. Estos procesos no son la expresión de una legítima acción de los órganos judiciales. Están destinados a fines espurios: ejecutar venganzas, reprimir la disidencia, aterrorizar a quienes no se alinean. El objetivo final es destruir las libertades civiles de los guatemaltecos.
La maquinaria de represión también actúa desde el Congreso de la República. En fechas recientes, las bancadas de oposición han puesto en evidencia la constante actitud de prepotencia de la Junta Directiva que se niega a darles la palabra o a darle trámite a sus iniciativas de ley. También se intentan pasar leyes inconstitucionales destinadas exclusivamente a reprimir la libertad de expresión, la libertad de manifestación. Nada podrá sorprendernos porque el círculo de represión no hará sino ampliarse, si no se le pone freno.
Guatemala está adentrándose en un camino oscuro que conocemos muy bien porque ya estuvimos allí. Lejos de dejarnos engañar por la apariencia de legalidad de esta maquinaria represiva, debemos reaccionar con firmeza en rechazo de todos sus artificios. El «autoritarismo legalizado» irá cerrando los canales democráticos y civiles a la oposición política, por lo que las tensiones hallarán en un estallido social su único canal de expresión.
Es hora de dejar atrás la inercia que ha permitido el avance de la criminalización y buscar la articulación de las diversas fuerzas sociales en defensa de los legítimos derechos de las y de los ciudadanos. No podemos aceptar de forma pasiva el regreso a la brutal represión de los años de la guerra.