Estando en el poder el general Fernando Romeo Lucas García como presidente y Ángel Aníbal Guevara como ministro de la Defensa Nacional, fuerzas de seguridad del Estado asesinaron a 37 personas al prenderle fuego a la sede de la Embajada de España.
En ese entonces, al frente del Ministerio de Gobernación estaba Donaldo Álvarez Ruiz, en tanto que la jefatura de la Policía Nacional la ocupaba Germán Chupina Barahona. Este dirigía a Pedro García Arredondo, jefe de la unidad represiva denominada Comando Seis. Estas entidades fueron las ejecutoras directas de la acción criminal, llevada a cabo en cumplimiento de la orden presidencial de sacar a los ocupantes de la embajada «a como diera lugar».
Todos estos hechos, incluida la negativa gubernamental a permitir el ingreso de los cuerpos de socorro, quedaron plasmados en la sentencia emitida por un tribunal de alto impacto el 19 de enero de 2015. En el juicio, Pedro García Arredondo fue sentenciado a 90 años de prisión: medio siglo por la ejecución extrajudicial de las personas en la legación diplomática y cuatro décadas más por la ejecución de los estudiantes universitarios Gustavo Adolfo Hernández y Jesús España Valle, asesinados el 2 de febrero de 1980, durante el sepelio de las víctimas indígenas de la embajada. La sentencia también lo responsabiliza por la ejecución de Gregorio Yujá Xoná, sobreviviente con graves quemaduras a quien secuestraron del hospital privado Centro Médico. El cadáver del campesino, con señales de tortura pese a su estado de gravedad, fue lanzado frente a las instalaciones de la rectoría de la Universidad de San Carlos.
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De las 37 personas asesinadas el 31 de enero, 22 de ellas eran campesinas y campesinos provenientes de la zona norte del Quiché (Chajul, Nebaj, Cotzal y Uspantán). Cinco eran estudiantes universitarios y obreros que acompañaban a quienes ocuparon la sede diplomática. También murieron ocho miembros del personal diplomático, algunos de ellos de ciudadanía española, así como dos exfuncionarios guatemaltecos que estaban de visita en la embajada. Las 37 víctimas de la brutalidad de la actuación del Gobierno provenían entonces de diversos estratos sociales.
La ocupación decidida por las organizaciones campesinas era en ese momento la última alternativa que veían para llamar la atención sobre las matanzas —que resultaron en genocidio— que el Ejército llevaba a cabo en las comunidades. La versión oficial del gobierno perpetrador y de quienes defienden los crímenes de Estado señala a las víctimas como causantes de un hecho que, tal y como quedó plasmado en las conclusiones del tribunal, es responsabilidad exclusiva de las fuerzas de seguridad, que actuaron con saña criminal.
Recordar a las 37 víctimas de este acto atroz es una necesidad para la historia porque hechos como este, que no deberían repetirse, lamentablemente han tenido réplica en el incendio del hogar Virgen de la Asunción, perpetrado durante el gobierno de Jimmy Morales Cabrera. También es necesario recordar para impedir que se promulguen normas con falso interés de seguridad ciudadana, pero con claro objetivo de represión a las acciones de resistencia social ante las arbitrariedades.
En las cuatro décadas transcurridas desde el trágico 31 de enero de 1980, Guatemala ha avanzado poco en la transformación de las condiciones de inequidad social, económica y política que había en ese entonces. Sin embargo, ha dado pasos, aunque pequeños, en la justicia por crímenes como este. Aún falta más, y el olvido y la negación de los hechos no son una alternativa. Negar la responsabilidad estatal de este crimen y atribuir la culpabilidad a las víctimas solo puede tener cabida en las mismas mentalidades que prendieron fuego a la embajada hace ya 40 años y que así ejecutaron uno de los más terribles crímenes de Estado.
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