El cambio climático, empujado por el calentamiento global, ha modificado las condiciones regulares de la lluvia del fin del “invierno” y ha traído, año con año, depresiones tropicales, tormentas y huracanes, que arrasan con lo que se pone mal parado ante sus pasos.
Casas, champas, chozas de improvisado material y carentes de asideros firmes al terreno, ceden ante el embate del clima que desnuda brutalmente la miseria nacional. Las escasas pertenencias de la gente, nadan como peces entr...
El cambio climático, empujado por el calentamiento global, ha modificado las condiciones regulares de la lluvia del fin del “invierno” y ha traído, año con año, depresiones tropicales, tormentas y huracanes, que arrasan con lo que se pone mal parado ante sus pasos.
Casas, champas, chozas de improvisado material y carentes de asideros firmes al terreno, ceden ante el embate del clima que desnuda brutalmente la miseria nacional. Las escasas pertenencias de la gente, nadan como peces entre el agua que no encuentra obstáculos para invadir, sin miramientos, la empobrecida intimidad de los millones de familias que sobreviven en una tierra envejecida y maltratada.
A la difícultosa cotidianidad de la miseria, el desempleo, la desatención, la insalubridad, la falta de acceso a la educación y al sistema de salud, suman cada año la batalla con el agua y contra el agua. En la época seca “verano”, como se le dice, acumulan energía y paciencia para enfrentar la llegada de la lluvia y la temporada de huracanes, como buenamente puedan sin tener que abandonar lo único que en ocasiones poseen, un miserable espacio de tierra en donde se asienta una resquebrajada vivienda. Sin embargo, cada vez la batalla es más difícil y la agresividad de la naturaleza los arrincona indefensos y sin opciones de salir indemnes del proceso.
Son, en definitiva, como esos granjeros empobrecidos que John Steinbeck describe magistralmente en “Las uvas de la ira”. Esa novela épica nacida de los reportajes sobre la emigración campesina en California, en 1936, luego de que estos perdieran sus granjas por la presión derivada de la Gran Depresión, el impacto de las tormentas de polvo que destruyó sus tierras (como el agua de nuestro “invierno”) y la mezquina voracidad de los bancos.
La historia de Steinbeck narra las miserias una a una y la tragedia que les toca vivir a los granjeros estadounidenses. Ilustra cómo por toda ganancia, la cosecha finalmente es de ira contenida por la tragedia y la imposibilidad material de superarla.
Luego de siete décadas y media, en esta tierra empapada por la lluvia, la gente vive año con año el mismo drama que narra Steinbeck. La naturaleza enfurecida impacta espantosamente en la fragilidad que la marginación impone ante un Estado incapaz de responder a las necesidades de la mayoría, constreñido por la defensa constante de los intereses de la minoría.
Así, el ciclo de la vida lleva año con año a la cosecha de miserias y de penas, sin que a estas alturas se vislumbre el deseo y la voluntad de asumir colectivamente la responsabilidad de superar y transformar esta historia. Una historia que tampoco será transformada con la decisión electoral próxima puesto que con matices y ligeras diferencias de origen, una y otra oferta van encaminadas a reproducir el sistema. Habrá que esperar entonces, que la cosecha deje de ser de penas, y empiece a ser de ira e indignación, para mover hacia el único cambio posible capaz de modificar el rumbo de las aguas en invierno.
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