Apareció un nuevo virus en la China (el que provoca la enfermedad denominada covid-19), que, según la marea mediática global dominante, es más peligroso que la energía atómica, que la peste bubónica que mató a un tercio de los europeos en la Edad Media, un virus ¡capaz de destruir el planeta! (¿se propagará también al Sistema Solar?; ¿matará alienígenas?; ¿estaba ya predicho por las profecías de Nostradamus?).
Curioso, sin dudas. Su tasa real de mortalidad en la llamada zona cero (la ciudad china donde apareció el nuevo agente patógeno: Wuhan) es del 3 %, en tanto que fuera de esa área se sitúa en el 0.7 %. Pero vale aclarar que puede ser grave solo en personas de la tercera edad o en quienes padecen insuficiencias inmunológicas. Es decir, no es la temible, espantosa, terrorífica calamidad que se pinta y que ataca a todo el mundo como las pintorescas películas hollywoodenses. La hidrofobia tiene una tasa de mortalidad del 95 %; el ébola, del 50 %; el síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS), del 30 %, y el síndrome respiratorio agudo grave (SARS), del 10 %. Incluso, hay estudios que entienden que las tasas de mortalidad del coronavirus serían todavía inferiores al 3 %, puesto que existen muchos pacientes asintomáticos. En síntesis, su tasa de supervivencia más baja es del 97 %, aunque es probable que llegue al 99.7 % o que hasta supere esta cifra. Definitivamente, el nuevo virus es dañino, pero en absoluto tiene la letalidad que las usinas mediáticas comerciales parecen conferirle. Es algo así como un resfriado.
Siendo claros: la gripe común mata infinitamente más gente en el mundo que el dichoso coronavirus. Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), entre 500,000 y 650,000 personas fallecen anualmente a causa de la gripe. Y nunca ningún gobierno ni ninguna agencia internacional promocionan tamaña parafernalia con ella como se ve ahora con la covid-19: se suspenden congresos internacionales (el Mobile World Congress de Barcelona, donde China iba a exponer su portentoso poderío comunicacional con las tecnologías 5G), quizá los Juegos Olímpicos de Tokio, numerosos eventos globales, justas deportivas; se cierran ciudades; se paralizan vuelos comerciales; se decretan cuarentenas; se terminan las mascarillas por todos lados… Y el pánico generalizado se azuza de modo demencial. Los medios masivos de comunicación, curiosamente, en vez de tranquilizar los ánimos mostrando que la gravedad no es tan descomunal, como sí sucede con otras afecciones, llevan la preocupación y el alarmismo a niveles llamativamente paroxísticos.
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¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué se da ese complejo fenómeno? ¿Por qué este resfriado pasó a ser una nueva plaga bíblica, capaz de borrar a la especie humana de la faz del planeta? Definitivamente es muy curioso. El coronavirus, independientemente de cómo se haya generado (se habló de un arma bacteriológica china salida de control o de un ataque bacteriológico estadounidense contra el gigante asiático para parar su ascenso incontenible), no es la peor maldición que haya caído sobre la humanidad. De hecho, el presidente chino, Xi Jinping, acaba de visitar la ciudad de Wuhan para declarar que la epidemia está «prácticamente contenida». Y la misma OMS reconoce que el Gobierno chino actuó perfectamente en términos sanitarios al contener el virus de manera satisfactoria.
El director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, afirmó que «este virus no respeta fronteras, no distingue entre razas o etnias y no tiene en cuenta el PIB o el nivel de desarrollo de un país». Es decir, es un virus muy democrático. ¡Alarma global con el coronavirus! Pero, como dijo Luis Gonzalo Segura, «la ONU señaló en su informe de 2019 que, durante 2018, alrededor de 113 millones de personas murieron de hambre, 143 millones de personas estaban cerca de perecer por este motivo y en total más de 800 millones de personas en el mundo padecían hambre. Sin embargo, esta epidemia no es contagiosa».
«Piensa mal y acertarás», dice el refrán. El virus apareció en China. ¿Habría causado el mismo escándalo si hubiera surgido, por ejemplo, en Uruguay o en Noruega? ¿Se cubren periodísticamente con igual intensidad las muertes por hambre?
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