El coronavirus llegó para instalarse en nuestras vidas de forma inesperada, lo cual puede representar un cambio fundamental para la sociedad tal como la conocemos, ya que está reestructurando las relaciones sociales y la percepción que tenemos del otro, favoreciendo como nunca antes la dependencia de una ciudadanía cada vez menos crítica y activa respecto de la información y las decisiones que se toman desde los Gobiernos, en una suerte de fe ciega en la cual se están tomando las decisiones con base en el principio del bien común, y no en el de la defensa de intereses gremiales y sectarios.
Lamentablemente, en el caso de Guatemala, la evidencia parece demostrar que hay «algo que huele mal en Dinamarca», empezando por el goteo en el conteo de los casos reconocidos, el número alto de recuperados, la falta de información fiable sobre pruebas y la rendición de cuentas sobre la forma en que se está gastando el dinero, así como sobre la forma en que el Congreso está legislando en medio de la crisis. Todo parece destilar una enorme y fundamentada duda sobre lo que realmente está ocurriendo en nuestro país.
Hay detalles que nadie parece advertir. El primero es pequeño, pero significativo. Desde algunas administraciones atrás la propaganda gubernamental había dejado la fea costumbre de definir cada gobierno de turno con el nombre de su titular. Así, el gobierno de la UNE fue el último en promocionar sus acciones con la frase «gobierno de Álvaro Colom». Otto Pérez y Jimmy Morales regresaron a un más sensato «Gobierno de Guatemala». En medio de la crisis, la aparición constante del nuevo mandatario y el realineamiento hacia la personalización de las instituciones configuraron el escenario perfecto para instalar la frase «gobierno del doctor Alejandro Giammattei».
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Pese a este pequeño gran detalle, la percepción ciudadana mayoritaria es la de un buen mandatario. Prodigiosamente, la crisis es de carácter médico, la profesión principal del presidente. La potencialidad de profundizar la personalidad autoritaria del titular del Ejecutivo, sin embargo, es peligrosamente inminente. La unidad nacional ciega en torno al mandatario parece la prioridad número uno.
Un segundo detalle es la dependencia ciega a la buena fe de lo que nos diga y ordene el Gobierno, empezando por un toque de queda aplicado de forma cada vez más draconiana, pero pasando también por la ausencia casi total de rendición de cuentas. Y como no hay posibilidad de reconstruir el tejido social que articula las acciones de la sociedad civil, la posibilidad de auditoría y de movilización ciudadana es nula.
Un tercer y dramático aspecto final es la mediación hacia las redes sociales, ya desde antes gobernadas por plataformas virtuales que ya habían demostrado servir a los intereses políticos y económicos del gran capital mundial, especialmente desde el aparecimiento del fenómeno brexit y el descubrimiento de las maniobras electorales operadas desde Cambridge Analytica. Junto con ello se ha creado una enorme disparidad: dime con quién estás conectado en redes sociales y te diré qué piensas. La enorme afluencia de información sobre la pandemia ha distorsionado enormemente la forma en que los ciudadanos visualizan la crisis.
La parte más compleja del virus es que nos enfrentamos a un enemigo invisible, con el que todos pueden ser el enemigo. La potencialidad de destrucción y recomposición del tejido social tal como lo conocemos es demasiado alta. El mundo probablemente ya no será igual después de la pandemia. Y apenas estamos captando la profundidad del cambio.
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