La idea que más se ha arraigado, en contra de toda lógica, es que la globalización se fragmentará completamente. Y si vemos lo que sucede hoy, queda claro que no existe un liderazgo global en el manejo de esta crisis. A pesar de que este es un contagio planetario, cada país está actuando por su cuenta, como si se tratara de un problema local, en una especie de «sálvese quien pueda».
La globalización no es la culpable del coronavirus. Sí es cierto que nos ha hecho un poco más vulnerables por el gran aumento de la velocidad de la propagación, aunque, igual, hace un siglo la gripe de 1918 se esparció por todo el mundo, solo que más lentamente y con menos información. En el siglo XIV, la peste negra también abarcó toda Europa y Asia. La diferencia es que nadie sabía de qué se moría. El virus no sabe de tiempos ni de fronteras políticas ni de clases sociales. El problema de uno es el problema de todos.
La regla número uno del populismo es culpar a un enemigo externo. Lo está haciendo Donald Trump al acusar a China de haber creado el virus y de haber escondido información. Parece casi un discurso de campaña. Y quizá lo sea. Sin embargo, Trump no está a la altura del líder que necesita el país con más contagios y más muertes. Que China haya manipulado la información y las cifras oficiales es probable. No obstante, logró contener el brote y ahora está colaborando con el resto del mundo, incluso con Estados Unidos. Eso sí: nada es gratis. China aprovechará cada momento de esta crisis, y cada ayuda que otorgue será un crédito a su favor. Al final tendrá definitivamente el rango de superpotencia. Estados Unidos no dejará de serlo, pero va camino al aislamiento por decisión propia mientras el mundo observa. Su gran ventaja es que tiene los recursos económicos para levantarse sin ayuda exterior.
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Europa desató nuevamente una guerra entre el norte y el sur y va camino a desintegrarse. Sin solidaridad evidente y sin liderazgo interno, se hace cada vez más visible cómo cada uno hace lo que quiere sin respetar las normas que dicta Bruselas. Y si miramos a Latinoamérica, encontramos una mezcla de discursos y decisiones contradictorias que nos llevarán por el camino de Europa en cuestión de semanas. Si sucede lo que es previsible, se salvarán los Gobiernos que tomaron medidas a tiempo y serán castigados aquellos que subestimaron el problema, aunque el resultado final será similar.
Otros temas sobre los que se discuten son las libertades y si esta pandemia afectará las democracias. Mi opinión es que no. Es algo natural que dentro de un país, ante una crisis, se tomen decisiones que afecten a los individuos en busca de un bien común. Y debemos apoyarlas. Es verdad que ese poder discrecional puede desembocar en autoritarismo y llegar a favorecer la corrupción, pero, si las medidas son transitorias y están avaladas por la mayoría, lo que corresponde es acatarlas.
El mundo se fragmentará más, con fronteras más duras, con cadenas de suministros más cortas. El comercio internacional disminuirá y se priorizará lo local. Las sociedades también se fragmentarán. Veremos un aumento de la exclusión y del racismo. Renunciar a la globalización y al capitalismo podría ser un golpe muy duro a la calidad de vida de las personas, salvo que sucediera un inmenso cambio generalizado en la forma de entender la vida, donde lo material perdiera su espacio dominante.
Todo ahora parece girar en cámara lenta, y lo único que se mueve frenéticamente son los centros de atención de infectados. Cuando se recupere el ritmo, la pandemia habrá dejado tras de sí unos 500 millones de nuevos pobres, y esto también será un problema global. Una dificultad adicional: se deberán atender las guerras y los conflictos que siguen abiertos, esos que solo están en pausa, pero que están lejos de cerrarse. Además, por supuesto, se deberán atender todas las nuevas protestas sociales derivadas de esta crisis. O tomamos el camino de la cooperación y la solidaridad global o vamos a regresar a la Edad Media y a las sociedades feudales, solo que ahora los feudos se llamarán países.
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