Convivir con la muerte

Un médico forense del Instituto Nacional de Ciencias Forenses, un bombero y un investigador de homicidios de la Policía Nacional Civil, hablan de cómo conviven con la muerte todos los días, cuánto les ha cambiado esa experiencia, y qué les ha enseñado acerca de la vida.

Texto:  Julie López /

Diseño e ilustraciones:  Dénnys Mejía

José Galdámez,

el médico forense

osé Ernesto Galdámez Samayoa tiene casi ocho años de trabajar como médico forense y jefe de la sede del Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif) en la cabecera departamental de Chiquimula. Desde entonces, estima que ha practicado unas mil necropsias, y muchos más peritajes en víctimas sobrevivientes de diversas formas de violencia. Trabaja en uno de los cinco departamentos con las tasas departamentales más altas de homicidios en 2017.

 

Galdámez, originario de Chiquimula, no creció pensando “voy a ser médico”. Menos aún médico forense. De niño siempre le gustaron las ciencias naturales y la biología. Nadie en su familia era médico, pero su papá tenía una farmacia y era maestro en el laboratorio del INVO (Instituto Nacional para Varones de Oriente) en Chiquimula. Así explica, en parte, el origen de su interés en la ciencia y la medicina, que fue lo que le atrajo más cuando debió decidir qué estudiar en la universidad.

 

Comenzó haciendo su Ejercicio Profesional Supervisado (EPS) en un centro de salud en Camotán, y pasó un año en la Pediatría del Hospital Nacional en Chiquimula. Estuvo casi otro año más en el San Juan de Dios, en la capital, en el intensivo de recién nacidos, donde había un máximo aproximado de 25 bebés.

 

“Hubo un niño que pasó en incubadora casi mes y medio, había que cargarlo, darle sus pachitas todos los días, ayudarlo, que sintiera un poco de cariño porque no iba a estar en una caja todo el día”, dice Galdámez. “Recuerdo que era de Jocotán, Chiquimula. Nos hicimos amigos en el tiempo que estuvo allí. Sobrevivió. Se lo tuvieron que llevar cuando ya no cabía en la incubadora. Tratábamos de salvar a todos, pero hubo niños que fallecieron”, lamenta.

 

Cuando supo que había una posibilidad de trabajar como perito en el Inacif en Puerto Barrios, Izabal, solicitó su ingreso. Lo entrevistaron y consiguió el trabajo. La transición, de trabajar con bebés recién nacidos a trabajar con cadáveres, y víctimas de distintas formas de violencia, parece difícil a primera vista. Pero no lo fue para Galdámez.

 

“Tenía varios años de laborar en hospitales, y había visto a muchos pacientes fallecer, incluyendo niños, así que pasar a ver cadáveres de personas que no había visto vivas, ni tuve que luchar por salvarles la vida, facilitó un poco la transición”, señala. “Era distinta la emoción con esos niños a quienes uno luchaba por salvar, pasando horas y horas sin dormir; podía uno pasar 48 horas pegado a esos niños, intentando salvarlos, porque eran recién nacidos con alguna complicación y llegaban de todo el país con problemas muy serios”.

 

Una inducción precedió el inicio de su trabajo en el Inacif en Izabal. Debía observar cómo realizar una necropsia. El cadáver correspondía a una persona que tenía aproximadamente seis días de desaparecida; la habían encontrado en un río y estaba en estado de putrefacción. Observó el procedimiento que hizo uno de sus nuevos colegas, y después los puso en práctica en el cadáver de una persona que había muerto por heridas de arma de fuego. Posteriormente, también se capacitó a nivel universitario.

 

 

Una inducción precedió el inicio de su trabajo en el Inacif en Izabal. Debía observar cómo realizar una necropsia.

 

 

Siendo perito, Galdámez descubrió que le gustaba el enlace entre la medicina y los aspectos legales: los peritajes para documentar casos criminales eran una herramienta útil para mejorar indicadores de justicia. “El Inacif es la única institución en el Estado que hace estos peritajes, así que se hace el trabajo necesario con la debida diligencia”, afirma. Unos meses después, lo trasladaron a la sede del Inacif en Chiquimula cuando se liberó una plaza.

 

“Como perito debo lidiar con los vivos y con cadáveres”, dice. “Chiquimula tristemente es uno de los departamentos donde más necropsias se practican, y donde hay un par de miles de casos de evaluaciones en clínica (en un año). Estoy pendiente de todos los procedimientos; trabajo a diario con deudos, con personas que vienen a evaluación, y personas que están en hospitales, inmersas en un proceso legal que requiere una opinión médica, que van desde niños golpeados, agredidos sexuales, y personas con heridas por arma de fuego o arma blanca, o cualquier tipo de lesiones por algún accidente de tránsito”.

 

Después de nacer y vivir en Chiquimula y, ya de adulto y médico graduado, haber practicado un millar de necropsias, Galdámez ni recuerda cuándo fue la primera vez que vio un muerto. La pregunta le provoca una risa que frena en seco. Lo que va a decir le devuelve a la sobriedad. “Para alguien que vive en Guatemala, en Chiquimula, la primera vez que vio un muerto habrá sido de niño, cualquier día en la calle”, afirma.

 

“Es parte del proceso de países como Guatemala, donde usted a diario ve en alguna foto de los principales periódicos, a niños jugando enfrente de una escena de crimen. Entonces, no sé cuándo fue, pero habrá sido de chiquito”.

 

 

“Como perito debo lidiar con los vivos y con cadáveres”

 

 

Para Galdámez, el oficio trae consigo el reto de no perder la humanidad. “No podemos deshumanizar lo que hacemos, pero debemos ser profesionales”, agrega. Todas las necropsias que practica en el Inacif corresponden a casos en los que se sospecha que hay mano criminal. Implica la búsqueda de evidencias como proyectiles, sustancias tóxicas, golpes, y cualquier indicio que permita aportar a la solución del crimen. Un análisis forense permite identificar la causa de muerte, información que puede ser útil en un proceso penal.

 

“Nuestra función es eminentemente científica y, aunque se da un trato muy humano al cuerpo, no puedo estar dominado por emociones en ese momento porque haría un mal trabajo; no puedo llorar por cada situación triste que veo acá”, dice Galdámez. “Una vez terminada la necropsia, debemos hacer una buena transición a ‘ahora voy a atender al deudo’.

 

No es que haga un poquito de yoga antes y diga, ‘ahorita cambio’, pero la experiencia, el tiempo, el carácter de cada persona ayudan a que este cambio sea sencillo, rápido e inadvertido; se vuelve automático, y por eso trabajos como este requieren cierto nivel de humanidad. Yo requiero tener mucho más tacto, más humanidad, más educación, y entender que para mí puede ser el cadáver 800, pero para el deudo sigue siendo su papá, su mamá, o el hijo”.

 

Galdámez dice que ese “complejo sistema de adaptación interna” es un antídoto para la trivialidad que toda persona puede experimentar en lo que hace. “Debemos sentir empatía para hacer una labor investigativa profesional sin deshumanizarnos: ofrecer un trato digno, respetuoso, adecuado, y ofrecer una labor pericial profesional que permita a los juzgadores impartir la justicia de una manera adecuada”, dice.

 

¿Cómo no desensibilizarse? El médico entiende que la persona que pierde sensibilización pierde empatía, aunque reconoce como inevitable que, con el correr de los años, disminuya la capacidad propia para el asombro ante ciertos casos, si ha visto cientos o miles. Dice que cuando se desensibilice totalmente ya no se sentirá apto para hacer este trabajo. “¿Cómo voy a comprender a la viuda frente a mí que no puede dejar de llorar y le voy a decir: ‘mire, por favor firme rápido tal documento porque tengo que seguir trabajando’?”, se pregunta. Tiene claro que quien llega a ese nivel debería cambiar de empleo.

 

“No escogemos nuestras muertes, pero los caminos que decidimos tomar de alguna manera nos acercan más a una muerte violenta o a una muerte tranquila”, continúa. “Indudablemente trabajar con cadáveres de alguna manera nos cambia. ¿Qué he aprendido? Muchas veces pienso en la fragilidad de la vida. En cualquier momento llega a su fin. No le preguntan si le parece o no. No hay plazos ni extensiones, entonces uno aprende a valorar las cosas más importantes”.

 

 

“Nuestra función es eminentemente científica y, aunque se da un trato muy humano al cuerpo, no puedo estar dominado por emociones en ese momento porque haría un mal trabajo; no puedo llorar por cada situación triste que veo acá”

 

 

Galdámez dice que todos quisiéramos morirnos a los 90, 100 años, en nuestras camas, rodeados por nuestros familiares, con una vida plena, sin necesidades, pero no siempre se puede en países como Guatemala.

 

“Más que comprender la muerte, he tratado de comprender la vida”, afirma. “Sobre la muerte no tenemos usualmente mayor opinión. De repente hay hechos que nos acercan a ella, pero hasta allí. Decidí vivir la vida tranquilamente. No todo saldrá como quiero, pero puedo decidir ser feliz con lo que tengo”.

 

Comienza su día de trabajo a las seis de la mañana y acaba a las nueve de la noche. Al trabajo en Inacif le dedica diez horas diarias. Eso incluye lo administrativo, que va desde lidiar con alarmas descompuestas o la ocasional falta de suministro de agua. Aprovecha el tiempo con su familia, su esposa e hijos, en cuanto tiene oportunidad. Ese tiempo personal es uno de los contrapesos que busca, y que también van desde actividades académicas (ha sido docente de química, bioquímica, microbiología, química orgánica e inorgánica), hasta hacer ejercicio, apoyar escuelas de fútbol, y la asociación de lucha. Procura no ser un médico forense las 24 horas, y se refugia en los vivos.

R., el bombero

, le llamaremos solo con la inicial de su nombre, porque teme ser identificado, trabajó tres décadas como bombero y lo tiene claro: la zona más difícil para hacer su tarea es la 18, especifícamente la colonia Alameda. “Aquí uno corre el riesgo de enfrentarse a la realidad”, cuenta.  Este residencial colinda con los populosos barrios de San Rafael y El Paraíso. R. dice que es una de las estaciones más “movidas” en la ciudad.

 

En los turnos lo usual es auxiliar a muchos tenderos y pilotos de autobuses que los extorsionistas agreden. De un promedio de 30 salidas (cada 24 horas), por lo menos diez son para atender hechos de violencia, aunque a veces superan la mitad. R. y otros bomberos también rescatan a personas lanzadas en barrancos de hasta 150 y 300 metros de profundidad porque no llevaban dinero ni teléfono celular que quitarles cuando las intentaron asaltar. No todos sobreviven los golpes padecidos en la caída.

 

Entre las víctimas que intentan salvar en las emergencias, también han debido atender a los suyos,  bomberos. “En 2006, una compañera bombera vivía en el Paraíso II, y a la par de su casa vendían droga”, relata R. “Un día escuchó balazos y fue a intentar auxiliar a quien lo necesitara, pero regresaron los muchachos y cuando la vieron atendiendo al herido, le dispararon. No sé si la confundieron. Cuando lo supe, salí volado a recogerla con una motobomba porque no teníamos ambulancia en ese momento”. La subió a la motobomba y aceleró rumbo al hospital. Murió en el trayecto. Tenía 35 años.

 

Para un bombero como él, casado desde hace más de dos décadas y aunque sus hijos son adultos, atender a niños heridos por balas perdidas es causa de ansiedad. “Una vez atendí a uno de unos cuatro años, con una herida de bala en la pierna, en la femoral”, recuerda. “¡Yo sentía que era un mi hijo! Yo lo abrazaba y le decía ‘calmaaaate mijo, calmate’. Temíamos que perdiera demasiada sangre. Sólo llevábamos una bolsa de suero para uno de sus brazos, y pasamos al IGSS por otras para sus piernas, para estabilizarlo, y así lo llevamos al San Juan de Dios. Se salvó”.

 

En zonas donde miembros de la Mara Salvatrucha (MS), Pandilla Barrio 18, y los Cholos, se enfrentan a tiros por ganar territorio, lo que más aflige al bombero es la posibilidad de atender a un pandillero herido. “Una vez, en 2010, fuimos al Paraíso II —relata—. Eran como las seis de la tarde. Había dos fallecidos y un herido con varios balazos en el tórax, que íbamos a llevar al Hospital General San Juan de Dios.

 

 

Para un bombero como él, casado desde hace más de dos décadas y aunque sus hijos son adultos, atender a niños heridos por balas perdidas es causa de ansiedad.

 

 

Pero cuando los demás vieron que lo íbamos a subir a la ambulancia, se subieron varios con él. ¡Eran como siete! Entonces, les dije que no podíamos llevar a tantos. Y uno me dice: ‘no empecés con babosadas porque te va a ir mal’. Tenían entre 15 y 16 años. Se les miraba en el aspecto”.

 

La ambulancia se desplazó hasta un puesto de control de la policía, enfrente del mercado. R. y el piloto de la unidad, habían pactado de antemano esa medida en situaciones como esas. Parados allí les dijo: “¿saben qué? Con tanta gente aquí yo no puedo hacer bien mi labor de curar a su compañero.

 

¿Por qué no me hacen el favor y se bajan seis y se va sólo una persona con él?” Le hicieron caso. Se bajaron seis, y quedó uno sentado en la banca de la unidad, empuñando la pistola con las manos, en medio de sus piernas. En la salida de la colonia, el adolescente preguntó: “¿Cómo va el paciente?”. “Va vivo”, respondió el bombero.

 

“Cuando íbamos por la Cervecería, el herido suspiró y supe que había fallecido. Justo en ese momento el muchacho vuelve a preguntar: ‘¿cómo va?’. No se había dado cuenta que su compañero estaba muerto. ‘Va bien’, le respondí. Y entonces me dice: ‘Sí, porque si se muere él, te morís vos acá también’. Todavía sostenía la pistola entre sus piernas. Y yo seguía haciendo como si el herido iba vivo”.

 

Faltaban pocas cuadradas para llegar al hospital, pero para R. fueron eternas. Existe un protocolo tácito entre los socorristas y los médicos que atienden las salas de emergencia en los hospitales. Cuando llevan a personas heridas de bala procedentes de las zonas rojas, estas son ingresadas aunque ya hayan muerto. Le denominan “muerte al arribo”. Hasta que los socorristas que hicieron el traslado se han retirado, los médicos salen y notifican a los familiares el fallecimiento.

 

 

‘Sí, porque si se muere él, te morís vos acá también’.

Todavía sostenía la pistola entre sus piernas.

 

 

“Yo me quedé con la espina de ese servicio, pensando qué pasaría si un día me encuentro con ese muchacho y me dice: ‘por vos falleció el compañero’”, dice R. “Todavía me acordaría de él si lo veo. Se me quedó en la memoria bien bien su cara. Tenía MS tatuado en la frente”.

 

Otra vez, en 2011, en la colonia San Rafael II, atendió a dos policías con heridas de bala en las piernas. Los llevó al hospital de la policía cerca de las cinco de la tarde. “Cuando le pregunté a uno de ellos qué paso, me dijo: ‘Íbamos a pie siguiendo a unos delincuentes; les preguntamos si iban armados, y sólo se voltearon y empezaron a disparar’”, recuerda R. Los sujetos ni siquiera mediaron palabra.

 

En otra ocasión, debió atender a un baleado en Lomas de Santa Faz. Tenía tatuajes de pandillero. “Uno siempre tiene que preguntarles qué pasó, pero lo único que dicen es: ‘Aaah… los otros me balearon’. No dan su dirección. Hay veces en que ni quieren decir su nombre. Yo trato de convencerlos, les digo que si algo les pasa en el hospital, tienen que buscar algún familiar”.

 

Los pandilleros, dice R., procuran decir poco porque la policía les pide información, y los bomberos prefieren callar para evitarse problemas.

 

Los pandilleros ya les han amenazado. “Una vez enfrente de la estación balearon a uno de ellos”, recuerda R., refiriéndose a un pandillero. “Querían que lo lleváramos de urgencia al hospital, pero no había unidad, y murió mientras venía una desde el centro. La jefa del servicio me contó que le dijeron: ‘se murió y vamos a balearte’. Eso le da miedo a uno”.

 

 

 “Uno hace lo posible por salvar a todos; los bomberos no vemos razas ni credos ni nada”

 

 

Luego, quisieron extorsionar a la estación de bomberos. Era 2011. Llegaron dos pandilleros a decirles que debían pagarles Q200 semanales, como las tiendas. Un bombero más joven les dijo: “pero muchá, si nosotros les servimos a ustedes”. Les explicó que no ganaban lo suficiente para pagar. “Y entendieron; ya no molestaron”, dice R., pero no desistieron. En 2017, intentaron extorsionarles de nuevo.

 

Tres décadas de profesión no han minado su ímpetu de arriesgar su vida para salvar otras vidas. “Uno hace lo posible por salvar a todos; los bomberos no vemos razas ni credos ni nada”, dice. “Es nuestro trabajo”.

 

 

L., el policía

omenzó como una ocurrencia a los nueve años: ser policía. “A veces, en la televisión, miraba películas de acción con policías y pensaba: ‘me gustaría hacer eso algún día’”, recuerda. En su familia, con quien vivía en Huehuetenango, L. (la inicial de uno de sus nombres, porque tampoco quiso ser identificado) sería el primero en vestir el uniforme.

 

En la secundaria estudió para ser perito contador, pero para finales de los años 90 lo había decidido: ingresó a la Academia de la Policía Nacional Civil (PNC), donde su atención se fijó en el Servicio de Investigación Criminal (antiguo cuerpo de detectives policiales), hoy conocido como la División Especializada en Investigación Criminal (DEIC).

 

“En ese tiempo veía en la prensa que, por ejemplo, hoy había un caso de relevancia y, tres días después, los policías tenían esposado al criminal; me interesaba cómo los investigadores encontraban y detenían a los delincuentes peligrosos que cometían estos hechos”, recuerda L. Para entonces, lo enganchaba más lo que veía en la calle y la prensa que en las películas.

 

También hizo un descubrimiento frustrante: “Como policía patrullero uniformado, recopilar información acerca de un asesinato era muy difícil. Uno comenzaba a preguntarles a todas las personas y ninguna decía nada, nadie había visto nada, y a saber qué pasó; una barrera fuerte impedía que la gente confiara”.

 

Procesó su primera escena del crimen en 2001. Tenía cuatro meses de graduado de la academia y estaba asignado a San Pedro Necta, Huehuetenango, un pueblo relativamente tranquilo donde sucedían pocos homicidios. Por eso lo impactó escuchar que una persona mató a otra con un arma blanca, durante la feria patronal del pueblo.

 

“Eran familiares y estaban consumiendo licor, pero después de una riña, la víctima resultó con una herida en el pecho”, recuerda. “Lo trasladaron al hospital personas particulares porque no había bomberos; intentaron curarlo, pero no soportó la lesión y falleció.

 

 

“Como policía patrullero uniformado, recopilar información acerca de un asesinato era muy difícil. Uno comenzaba a preguntarles a todas las personas y ninguna decía nada, nadie había visto nada, y a saber qué pasó; una barrera fuerte impedía que la gente confiara”.

 

 

La primera escena de crimen que uno ve, por la pérdida de la vida de una persona, es impactante. Uno no está acostumbrado a eso, ni al ambiente que se vuelve un poco desagradable. Unos familiares están llorando; otros, molestos, exigiendo justicia, reclamando por la inseguridad.

 

Yo sentía cierta culpabilidad. Tenía 20 años y me decía: ‘era mi obligación proteger la vida; yo estaba de turno, no pude brindar seguridad, y lamentablemente sucedió esto’”.

L. tomó como un reto personal buscar al homicida. En el pueblo no había Ministerio Público (MP). Los policías uniformados debían hacer las investigaciones preliminares.

 

Sólo estaban ellos y el Juez de Paz. Cuando identificó el nombre del sospechoso, entregó su informe al juez, que tomó declaraciones a las personas que facilitaron información a la PNC, y trasladó el expediente al juzgado de primera instancia de Huehuetenango.

 

Cuando el juzgado emitió la orden de aprehensión por asesinato, el sindicado se había esfumado. El detective supo que el prófugo había huido a Estados Unidos. Esperó en vano poder ejecutar la orden de aprehensión. El sujeto nunca apareció, pero el detective sí encontró algo más: su vocación para investigar homicidios.

 

Un ascenso le reubicó en la capital, donde cursó una licenciatura en criminología y criminalística. En esa coyuntura, el Ministerio de Gobernación ordenó que todos los policías que estudiaban la carrera se integraran a la División de Investigación Criminal. Era 2010.

 

Estaba donde siempre quiso estar. Su primera asignación lo llevó a Suchitepéquez, a investigar toda clase de delitos, pero donde había un alto índice de homicidios, y mucha presión para esclarecerlos.

 

“Hubo una escena que me impresionó demasiado en Mazatenango, un hombre que asesinaron a puros machetazos, y tenía destrozada toda la cabeza. Tenía abierto el abdomen y el tórax; emplearon brutalidad exagerada. Le sacaron el estómago y pulmones, y ciertos órganos se los pusieron sobre el pecho”, relata. Identificó quién cometió el hecho, pero no lo pudo probar.

 

“Es triste saber por qué mató a la víctima, pero no poder probarlo ante un tribunal de justicia”, admite. “En los primeros casos uno se frustra cuando no puede encontrar a un criminal, ni hacer justicia. Preocupa que haya varios casos que no se resuelvan”. Después de unos meses en Suchitepéquez, lo trasladaron a la capital a investigar sólo homicidios.

 

 

Estaba donde siempre quiso estar. Su primera asignación lo llevó a Suchitepéquez, a investigar toda clase de delitos, pero donde había un alto índice de homicidios, y mucha presión para esclarecerlos.

 

 

Se encontró con casos de niños pequeños que pierden la vida en ataques armados, por balas perdidas, o ser víctimas colaterales, y con niños de 11, 12 años que ya han sido reclutados por pandilleros, víctimas a la vez. “No se diga niños más pequeños”, dice L. “Me impactan mucho esos casos y son los que más me doy a la tarea de esclarecer; no hay derecho de que un niño a tan corta edad pierda la vida en manos de un criminal”.

 

Otro tipo de presiones también le hacen trabajar contra reloj: cuando el mando superior ordena: “este caso se tiene que resolver cueste lo que cueste y pase lo que pase”. Ocurrió con el caso Facundo Cabral, acribillado en 2011, un ataque que —las autoridades después revelaron— tenía dedicatoria para el empresario nicaragüense Henry Fariñas, quien conducía el vehículo en el que ambos viajaban y sobrevivió.

 

Ocurrió en otros casos como el asesinato del abogado Francisco Palomo, en 2015, o masacres como la de San José Nacahuil, en San Pedro Ayaumpuc (departamento de Guatemala) en 2013, que dejó 11 muertos y 15 heridos.

 

Pese al impacto de investigar muertes violentas, L. se las ingenia para que su trabajo no se rebalse hacia su vida personal, que a sus 38 años es escasa. “La mayoría de nosotros pasamos poco tiempo con nuestra familia, con nuestros hijos”, dice.

 

“Trabajamos 12 días y pasamos dos días con ellos. De los 12 días, los que somos mando (jefes), estamos sin horario. Nuestro horario ordinario es de siete y media de la mañana a seis de la tarde, siete de la noche, pero estamos pendientes del teléfono. Si nos llaman a la media noche, a esa hora debemos salir. Trato de desconectarme cuando es posible”.

 

Sólo en 2017 hubo por lo menos 29 policías asesinados. El detective dice que estos casos se investigan como cualquier otro, con una diferencia: por lo general, hay otros policías que sobreviven el ataque y son testigos que pueden ayudar a resolver el caso con mayor rapidez. Eso no evita que piense: “podría haber sido yo”.

 

 

Pese al impacto de investigar muertes violentas, L. se las ingenia para que su trabajo no se rebalse hacia su vida personal, que a sus 38 años es escasa.

 

 

En casi 20 años de carrera policial, ¿ha estado a punto de morir? “Varias veces” responde. Su risa breve, una reacción a lo obvio de la respuesta. “En septiembre de 2015, recibimos información de que varios pandilleros planificaban un ataque contra la institución en la zona 21; sabíamos qué vehículo podían usar, y en qué sector se desplazarían”, relata.

 

“Con base en eso montamos vigilancia; vimos que, cuando se movió la patrulla, se movió el vehículo en el que viajaban los pandilleros. Cuando se bajaron a atacar una patrulla, nosotros actuamos y nos dispararon; afortunadamente le dieron al vehículo y no a nosotros”.

 

Ningún policía resultó herido. Tampoco hubo tiempo para reflexionar qué pudo haber pasado. Había otras muertes que investigar, y otras vidas que salvar.

 

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