A bordo de la canoa, sólo se escucha el chop-chop de los remos, los remolinos que forma la corriente al chocar contra los árboles caídos en la orilla y el distante rumor de podadoras de césped en su inútil esfuerzo por frenar el crecimiento del pasto en una región del mundo donde el reino vegetal ganó la batalla. Supongo que más que fuerza o astucia es la insistencia con la que el mundo vegetal intenta en cada momento dominar su entorno. Eso es lo que me ha estado haciendo falta. Esa insistencia, esa voluntad para dominar las cosas. Aunque quiero creer, me intento convencer, que el fiasco del pasaporte vencido es una casualidad, una de esas cosas que pasan, en el fondo sé que es algo que yo podría haber evitado con un poco más de esfuerzo, de interés.
Y así comenzó una semana de reveses. Dos días antes del viaje, caí en la cuenta que el pasaporte había vencido meses atrás y el día que me tocó irme, mi raid al aeropuerto me dejó plantado. Luego me tocó instalar unas putas cámaras de vigilancia y por más que traté durante cuatro días para hacerlas visibles a través de internet, fue imposible. Una de esas noches, mientras mirábamos una película de acción con mi sobrino, uno de los personajes dirigía los mandos de un avión desde miles de kilómetros de distancia y yo pensaba en que mientras hay gente lanzando misiles en Asia desde la comodidad de un sillón en Kansas, yo no puedo hacer que unas putas cámaras se vean en un teléfono a dos cuadras de distancia.
Voy remando con fuerza, diría que en algunos momentos del recorrido remo con violencia. Y reconozco que hasta eso me sale mal, no tengo ritmo, no tengo técnica para dirigir una canoa. Y de alguna forma el río se burla de mí. En un momento que desisto de zigzaguear entre sus márgenes, guardo el remo y me abandono a la corriente. Por arte de magia, la canoa comienza a ir más o menos derecho. Una vez más el río se encarga de demostrarme que a veces lo más efectivo es no irse contra la corriente, que es mejor dejarse llevar. Y eso hago los siguientes días. Intento, pero sin amargarme.
Y a pesar de eso no lo logro. Sigo pensando en las cámaras, el pasaporte, el viaje frustrado, un sandwich de chicken fingers que me quedó horrible y tantas otras cosas que no puedo hacer funcionar. Lo pienso y lo pienso y no dejo de darle vueltas al por qué de tanta y tanta cosa que sale mal.
Después de una semana en la que no hice sino darme cuenta que extraño a mi familia mucho más de lo que pensaba, vuelvo a casa. El avión aterriza a las dos de la madrugada en El Paso y al llegar, la vivienda es un horno. Me toma una hora más ventilarla lo suficiente como para pensar en poder dormir. Para entonces ya son casi las cuatro y el sol está a la vuelta de la esquina.
Amanece lunes y, para cuando despierto, ya el día está avanzado, el sol abrasa la ciudad, y yo, en medio de ese estupor del calor de medio día, descubro que no hay café ni leche en casa.
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