En cualquier caso, pensemos que un lapso de catorce años para desarrollar legislativamente un derecho, es tiempo más que suficiente para producir algo mejor que una especie de parche que sirva para limpiar todos los negocios habidos (porque no había reglamento) y por haber (porque ahora sí lo hay) sobre los territorios y recursos naturales del país.
El reglamento presentado recientemente por el Gobierno tiene a mi parecer una serie de problemas.
Para comenzar, el procedimiento elegido para pedir opiniones: habla por sí sólo el acto de colgar el documento en una página web, fijando una fecha límite para que los interesados se pronuncien. Se aprobará un instrumento sobre consulta, que ha sido inadecuadamente consultado. ¡Vaya manera de empezar! ¿Esperarán que la gente de las comunidades indígenas descargue el reglamento en la comodidad de sus casas y participe interactivamente por esa vía? ¿Es esa lógica, esa clase de diálogo despegado de la realidad, la que espera a quienes habrán de participar a futuro en las consultas?
El reglamento restringe el alcance de la consulta en el Convenio 169 (que se dirige a toda medida legislativa o administrativa que afecte a los pueblos indígenas) a las medidas que tengan relación con los bienes del Estado. (Artículo 3)
Para participar en el Consejo de Consultas, los delegados indígenas deben acreditar su representación mediante “acta de la asamblea” inscrita en el Registro de Comunidades Indígenas del municipio. ¿Tendrá el Gobierno la certeza de que ya existe un Registro de Comunidades Indígenas en todos los municipios susceptibles de consulta, considerando que la creación de esta figura es relativamente reciente? Si esto no se garantiza antes de que el reglamento cobre vigencia, en la práctica representará un obstáculo que podría dejar fuera del Consejo a la representación indígena. (Art. 8 inciso 9).
Me parece problemático incorporar “encuestas” y “entrevistas” entre los mecanismos de consulta, así como otros canales cuya relación no está clara con el objeto de consultar y llegar a un acuerdo, como los “dictámenes”, “estudios” o “peritajes”. (Art. 11) Hay una rica experiencia de 49 consultas autoconvocadas en el país, en la que pudieron haberse inspirado para proponer mecanismos adecuados. Y malas experiencias hay también, no sólo en Guatemala sino en otros países latinoamericanos, de entrevistas hechas mediante papeletas, que pretendieron pasar por procesos amplios de consulta de buena fe.
Si bien las comunidades indígenas tienen derecho a proponer medidas de mitigación de los daños ocasionados, la responsabilidad principal a este respecto es del particular que solicita la concesión, quien debe preverlo como parte del proyecto. Un estudio serio de impacto ambiental debería incorporarlas. Pero nada se dice de esta obligación de las empresas, ni de la obligación estatal de asegurar la proporcionalidad y pertinencia de estas medidas, así como de verificar su cumplimiento. (Art. 12)
Finalmente, se declara no vinculante el resultado de las consultas porque —siguiendo a la OIT— éstas no representan un “veto” de la comunidad sobre los proyectos (Art. 14, inciso c). Éste me parece el asunto más problemático: si no supiéramos cómo funcionan las cosas en Guatemala, podríamos pensar que esta disposición está pensada para el eventual caso de falta de acuerdo, luego de un proceso de diálogo infructuoso. Pero la experiencia en estos últimos años nos da otras luces.
Esta disposición parece dirigida a romper cualquier candado para las concesiones y convierte al reglamento en un instrumento para “limpiar” negocios que hasta hoy se habían señalado, no sólo de ilegalidad sino de ilegitimidad, por celebrarse a espaldas de la población. Y aunque ésta sea la visión de la OIT, está claro que tal posición estatocéntrica se sostiene muy bien cuando se trata de democracias robustas y Estados de Derecho fuertes y garantes de los derechos humanos, no cuando se trata de Guatemala. Desde otro punto de vista, esa posición contradice a otra norma de derecho internacional, que reconoce el derecho de los pueblos a determinar libremente su propio desarrollo.
Lo que el reglamento contempla es la reparación en caso que, privilegiando el interés nacional y el bien común, se lleve a cabo el proyecto contra la voluntad de la comunidad. Sería interesante conocer lo que entienden por reparación, dadas sus ya conocidas interpretaciones de interés nacional y bien común, como lucro privado y acumulación de capital.
Si se insistió en considerar no vinculante la consulta, debió utilizarse un lenguaje más contundente en pro de quienes están en desventaja: enfatizar en que la naturaleza y objetivo de las consultas es lograr un acuerdo con las comunidades, y prever la participación de la comunidad en los beneficios del proyecto, tal como hacen las constituciones de Bolivia y Ecuador, o la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Saramaka contra Surinam.
Claramente a estas alturas la posición más cómoda es la de emitir un reglamento para salir del paso ante la exigencia internacional. Lo difícil sería defender el diálogo y la consulta como principios de construcción de planes de gobierno (como partidos políticos) y de modelos propios de desarrollo (como gobierno). Poner sobre la mesa las distintas visiones sobre la minería, las hidroeléctricas y el desarrollo mismo, los matices y las escalas éticas que vemos entre una cosa y otra, en lugar de fabricar parches para legalizar la entrega de nuestros recursos naturales a las transnacionales y a sus socios locales.
Pero aquí todo se vale. Y el tema de fondo no son los tecnicismos jurídicos ni las lagunas legales: el tema de fondo es la inversión ideológica de los derechos humanos, es la consolidación de la pobreza estructural en el país —desde Sipacapa hasta San Juan Ostuncalco—. Es la falta de salud y de alimento para gente de carne y hueso. El tema de fondo son los avatares de las historias injustas en Guatemala y el tremendo valor del dinero por encima de ellos y por encima de todo.
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