Recientemente tuve el gran honor de participar en una conferencia internacional sobre la construcción de la paz en el mundo, especialmente en sociedades posconflicto. Por esta razón pude compartir con personas de muchas partes del mundo, lo cual fue una experiencia enriquecedora. El objetivo del encuentro era hablar sobre los procesos y las condiciones que generan restricciones a los espacios de construcción de paz, de manera que se imaginaran estrategias que superaran tales restricciones y convirtieran los procesos de paz en una realidad.
En uno de los ejercicios de las múltiples sesiones de diálogo se planteó un reto interesante: imaginar una situación social en la cual no existieran restricciones, de modo que se empoderara a los participantes en la posibilidad de soñar realidades largamente deseadas pero irrealizables en el futuro inmediato. Para muchos participantes, que han luchado sostenidamente durante muchos años para hacer avanzar ciertas agendas, era difícil imaginar esa realidad soñada y la forma en que se podría constituir.
El reto, paradójicamente, me hizo reflexionar sobre el origen de la maldad y la forma en que tales manifestaciones del mal empiezan con buenas intenciones. Por algo hay un dicho que dice que el infierno está tapizado de buenas intenciones.
El problema de la maldad, paradójicamente, empieza con la idea de Dios y de lo que podemos considerar como bueno. Lo opuesto, por supuesto, siempre será la maldad y lo que consideramos como malo. El mundo sería mucho más simple, lógicamente, si tales criterios de Dios y de la maldad fueran iguales. Entonces, a partir de tal consenso normativo, podríamos desarrollar mecanismos institucionales y sociales que avanzaran en los preceptos y las prácticas que apliquen y desarrollen los criterios de lo bueno y que eliminen sistemáticamente los criterios de lo que se considera como malo.
En la realidad, la diversidad social y las múltiples formas en las que las sociedades de todo el mundo han desarrollado sus criterios de sociabilidad han determinado que, lejos de un consenso normativo, tengamos una extrema variedad de normas, valores y concepciones acerca del bien y del mal, lo que hace muy complejo el proceso de generar mínimos comunes que permitan desarrollar el entramado social y político de nuestras sociedades. La violencia, la discriminación, los múltiples conflictos e incluso la guerra y la muerte son solo el resultado de valores y visiones sobre la bondad y la maldad que se expresan posteriormente en reglas, leyes y procedimientos institucionales. Como expresaba Zygmunt Bauman en el 2010 al recibir el Premio Príncipe de Asturias:
«Nosotros, humanos, preferiríamos habitar un mundo ordenado, limpio y transparente, donde el bien y el mal, la belleza y la fealdad, la verdad y la mentira estén nítidamente separados entre sí y donde jamás se entremezclen para poder estar seguros de cómo son las cosas, hacia dónde ir y cómo proceder. Soñamos con un mundo donde las valoraciones puedan hacerse y las decisiones puedan tomarse sin la ardua tarea de intentar comprender. De este sueño nuestro nacen las ideologías, esos densos velos que hacen que miremos sin llegar a ver».
En este aspecto, mi preocupación era cómo puedo yo transformarme de tal manera que, en vez de repetir los errores, y en el caso hipotético de que yo tuviera las condiciones institucionales y políticas para impulsar la visión del mundo que he intentado construir desde que tengo uso de razón, pueda construir una realidad cualitativamente diferente. Y empezar por reconocer esa tendencia a idealizar el mundo es un aspecto fundamental.
Rehumanizar al enemigo para entender ese marco normativo desde el que parte es un aspecto fundamental de la construcción de la paz. Un proceso lento y complejo, pero muy liberador. Es aprender que la vida está compuesta por una «realidad de una multitud de significados y una irremediable escasez de verdades absolutas. Es en dicho mundo, en un mundo donde la única certeza es la certeza de la incertidumbre, en el que estamos destinados a intentar, una y otra vez, y siempre de forma inconclusa, comprendernos a nosotros mismos y comprender a los demás, destinados a comunicar y, de ese modo, a vivir el uno con y para el otro» (Zygmunt Bauman).
Más de este autor