Los momentos históricos en los que el país —Estado y sociedad— ha favorecido investigaciones profundas y de calidad son mínimos en comparación con aquellos en los que no lo ha hecho. Y no porque no sea importante —solo vean cuánto invierten los países desarrollados en investigación de todo tipo, no solo en aquella que representa un rédito monetario—, sino porque la investigación permite conocer aspectos de la realidad guatemalteca y proponer alternativas que cuestionen la situación actual del país. Y aclaro que poner esta situación en entredicho no es nada complicado.
Sin embargo, muchas de las investigaciones también adolecen de un defecto: no llegan a todas las personas. Ya sé que muchas de ellas no tienen como objetivo el público general ni el aporte de algo directo a la sociedad de donde surgen, pero también es claro que muchas de ellas sí, que su propio lenguaje especializado las encapsula en los círculos de expertos y que rara vez llegan más allá. Esto no las hace menos valiosas, por supuesto, pero sus autores sí le quedan debiendo, desde una perspectiva más ética y empática, a la sociedad de donde surge su trabajo. Las discusiones en torno a cómo debe mediarse el trabajo científico especializado hacia diferentes públicos no son nuevas, y tampoco es mi intención venir acá a aportar la respuesta definitiva a ello. Solo quiero resaltar hasta qué punto una adecuada mediación de los conocimientos especializados puede ser eficaz.
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Por los temas que trabajo y los contextos de donde provienen mis investigaciones, casi siempre es necesario establecer algún canal de mediación con las poblaciones locales. Tampoco es un proceso de un día para otro, ya que es un aprendizaje en sí mismo y siempre habrá personas a las que no les parecerá lo que uno encontró. Además, lograr una mediación adecuada no debería ser un requisito formal de las investigaciones sociales (y de otras que lo ameriten), sino una postura que provenga del mismo investigador sin necesidad de que exista un entramado legal o laboral que lo obligue a ello. O ambas quizá. Como sea, mediar una investigación siempre lleva implícitos el problema de la traducción y el del diálogo y las jerarquías que a través de este se establecen.
En mis interacciones en Twitter o en un reciente conversatorio en el que participé, siempre es evidente la necesidad de una adecuada mediación de los conocimientos científicos. A veces se me complica —debo confesarlo— y asumo que las personas conocen ciertos conceptos, personajes o situaciones específicas cuando no es así. La mediación es un ejercicio constante, en el cual nunca se deja de aprender. Comunicar conocimientos e ideas que de lo contrario permanecen en publicaciones y discusiones especializadas es también una forma de construir una mejor sociedad. Y el diálogo, las tensiones y —también— los desacuerdos que surgen de aquellos son valiosos en sí mismos. Son valiosos porque, al final de cuentas, el ejercicio mismo sacude las bases sobre las cuales está construido este país: la falta de conocimientos, de disenso y de diálogo.
Ojalá en algún momento las investigaciones científicas de calidad y profundas —no solo para responder a criterios de la cooperación o del que paga el salario por realizarlas— sean las dominantes en este país. Y aunque es lógico que no todas podrán ni deberán ser mediadas al público en general o ser devueltas a las comunidades, espero que su formalización y su crecimiento en importancia y valor como bienes estratégicos del país sean en sí mismos un instrumento de mejora de la sociedad en general. Al final, el conocimiento científico se separó de otras formas de conocimiento porque buscaba mejorar las sociedades a través de un uso autopoiético y en constante cuestionamiento. Y aunque no siempre ha servido para ello, esa base no ha dejado de tener validez. Espero que el antiintelectualismo, que es un eje transversal en el país (junto al racismo, al machismo, al clasismo y a otros), desaparezca pronto, aunque ese cambio no se vea tan cercano ahora.
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