Los que nacimos en los años 80 gastamos y ensuciamos los zapatos nuevos en los desfiles patrios cada 15 de septiembre. Nos entusiasmaba imitar el paso militar bajo el estruendo ensordecedor de los redoblantes y los bombos, no así la consigna general de sumisión total. Cualquier desacato al poder militar impuesto podía interpretarse como muestra de simpatía con la subversión armada. En fin, celebramos los 15 años al compás de los Acuerdos de Paz Firme y Duradera, y la mayoría de edad nos brindó el ejercicio de nuestros derechos civiles.
Crecimos. Y ahora, rozando los 40, me siento obligado a evaluar la trayectoria de mi generación. Y así, con más tristeza que orgullo, paso lista buscando personajes importantes, es decir, amigos o conocidos de mis años de primaria que estén liderando un cambio social importante, que sean pioneros en cualquier ciencia o que al menos sean buenos ejemplos o buenos ciudadanos (lo que sea que buen ciudadano signifique). Los veo, me veo y —nervioso— sigo buscando. ¿Será que soy pesimista? Y así surgen las justificaciones. Voy de un lado a otro tratando de evadir la culpa y la responsabilidad.
¡Eso es! Nos faltaron buenos ejemplos, es decir, jóvenes a quienes admirar durante nuestra niñez. Sí. Creo que me hizo falta asistir a esos debates universitarios para escuchar a los que tendrían que ser los intelectuales y políticos del presente. El conflicto armado interno eliminó a muchos de ellos. Lástima porque, de estar vivos, con seguridad tendríamos un ambiente político de alto nivel, y no el lamentable circo barato que nos entretiene y preocupa. Pensándolo bien, tal vez no es culpa nuestra, ya que nos tocó vivir en una época de paz firmada entre dos bandos que multiplicaron en la oscuridad esquinas de guerra, para lo cual sustituyeron a militares y a guerrilleros por sicarios extorsionadores capaces de utilizar a los pandilleros para mover la droga en toda la ciudad bajo la mirada cómplice de los uniformados autorizados tras los acuerdos. Esta actitud permisiva nos pareció, en su momento, la correcta porque era urgente colaborar con el fin del enfrentamiento armado, es decir, eludir a toda costa nuevas trincheras ideológicas o políticas que frenaran la paz tan añorada.
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Y en un abrir y cerrar de ojos pasamos de la firma de la paz al sueño de vivir en un Estado soberano, con gobernantes elegidos para que orienten y decidan nuestro destino. ¿Dije sueño? Ahora es pesadilla de la cual tenemos que despertar porque parece que la buena voluntad y la confianza puestas en los procesos sociales del país y en sus gobernantes han sido burladas y porque, en vez de compromiso y trabajo honesto, el despotismo baila a diario al ritmo de las palmas mejor pagadas. En vez de transparencia y planeación a largo plazo nos han escandalizado con actos de corrupción y con falta de pericia. Los ejemplos sobran y lamentablemente siguen dividiéndonos en vez de invitarnos a caminar por el mismo sendero (baste con mencionar Cicig y anti-Cicig).
Ante este panorama, amigos y amigas de mi generación, ¡despertemos! Todavía podemos redefinir nuestra actitud y aprender de las nuevas generaciones, de aquellos jóvenes que nacieron sin el temor de las armas y que crecieron con el derecho de gritar en la plaza lo indignados que estaban frente a tanta corrupción. Aprendamos de las nuevas generaciones, que se sienten capaces de exigirles a los funcionarios públicos que entren en razón y que favorezcan al pueblo antes que a unos pocos mafiosos.
Despertemos y aprendamos porque, de no hacerlo, seremos —nuevamente— cómplices silenciosos.
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